Un día pasaba Eliseo por Sunam, y una mujer rica lo invitó con insistencia a comer. Y, siempre que pasaba por allí, iba a comer a su casa. Ella dijo a su marido: «Me consta que ese hombre de Dios es un santo; con frecuencia pasa por nuestra casa. Vamos a prepararle una habitación pequeña, cerrada, en el piso superior; le ponemos allí una cama, una mesa, una silla y un candil, y así, cuando venga a visitarnos, se quedará aquí.» Un día llegó allí, entró en la habitación y se acostó. Dijo a su criado Guejazi: «¿Qué podríamos hacer por ella?» Guejazi comentó: «Qué sé yo. No tiene hijos, y su marido es viejo.» Eliseo dijo:«Llámala.» La llamó. Ella se quedó junto a la puerta, y Eliseo le dijo: «El año que viene, por estas fechas, abrazarás a un hijo.»
Cantaré eternamente las misericordias del Señor,
anunciaré tu fidelidad por todas las edades.
Porque dije: «Tu misericordia es un edificio eterno,
más que el cielo has afianzado tu fidelidad.
R. Cantaré eternamente las misericordias del
Señor.
Dichoso el pueblo que sabe aclamarte:
camina, oh Señor, a la luz de tu rostro;
tu nombre es su gozo cada día,
tu justicia es su orgullo. R.
Porque tú eres su honor y su fuerza,
y con tu favor realzas nuestro poder.
Porque el Señor es nuestro escudo,
y el Santo de Israel nuestro rey. R.
Hermanos: Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Por tanto, si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él. Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre; y su vivir es un vivir para Dios. Lo mismo vosotros, consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.
Al escuchar el fragmento del Evangelio de hoy, nos damos cuenta de que empieza con unas frases muy fuertes y de que Jesús no nos lo pone fácil: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mi, no es digno de mi; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mi». ¿Qué quiere decir esto?, ¿acaso Jesús esta en contra de la familia y nos pide que la dejemos de lado y no nos preocupemos de ella?, ¿acaso Él es un rival y un adversario de nuestros familiares? Realmente, ¡nos resultaría muy extraño que Jesús nos pidiera semejante cosa! Sería verdaderamente inhumano. Jesús no nos pide que dejemos de lado a la familia, o que no nos preocupemos de ella. Pero sí nos advierte de los peligros que tenemos a la hora de pensar en nuestra familia y en las demás cosas que tenemos cerca y queremos. Jesús nos advierte de esto porque lo que Él quiere y que sí nos exige es que, en todo lo que vivimos, en todo lo que somos y en todo lo que hacemos, pongamos por encima de todo sus criterios.
¿Qué quiere decir amar a los padres o a los hijos más que a Jesús? Sería el caso, por ejemplo, de aquel hijo que ve claro que Jesús le pide que se haga sacerdote, o vaya a ayudar en un país del Tercer Mundo y lo deja correr ante la oposición de su familia. O aquel otro hijo que ve que podría dedicar un tiempo a la semana a trabajar en algún voluntariado, servicio social o participar en un grupo de reflexión cristiana, y no lo hace porque sus padres lo quieren todo el día a su lado. Son ejemplos que se dan en la realidad. Es cierto que uno no debe marchar a un país del Tercer Mundo si sus padres son muy mayores y necesitan de su hijo para que les sostenga. Pero es cierto también que los padres no deben ser obstáculo para que el hijo pueda realizar su propio seguimiento de Jesús. ¿Y que querría decir, por ejemplo, amar a los hijos o a las hijas más que a Jesús? Sería el caso, por ejemplo, de aquellos que tienen como única preocupación que sus hijos lo tengan todo y estén muy preparados para tener buenos puestos en la sociedad, y se gastan mucho dinero en llevarlos a buenos colegios, y olvidan que parte de este dinero que gastan en sus hijos deberían gastarlo más bien en ayudar a otra gente que no tiene tantos recursos. O también sería el caso de aquellos que dan a sus hijos todos los caprichos, y los maleducan haciéndoles creer que son más que los demás, y no les enseñan el desprendimiento, ni la generosidad, ni el deseo de que todos seamos iguales. O el caso de aquellos que obsesionan a sus hijos con un espíritu competitivo, y los convencen de que sólo deben vivir para estudiar, y tratan de evitar que realicen actividades sociales o de Iglesia diciéndoles que eso es perder el tiempo.
Estos son los peligros que Jesús nos dice que podemos tener con la familia. Y es cierto que de un modo u otro, los tenemos realmente; y debemos estar muy atentos para liberarnos de ellos. Porque si no, querría decir que no creemos suficientemente en Él, que no queremos que el espíritu de su Evangelio impregne de veras toda nuestra vida, hasta los últimos poros de nuestra piel. Por eso, Jesús, después de hablar de los padres y los hijos, añade: «El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí». Y aquí esta el meollo de la cuestión: «tomar la cruz» no quiere decir únicamente aguantar con espíritu sereno aquellos males que no podemos resolver. «Tomar la cruz» quiere decir seguir el camino de Jesús como Él nos enseñó, afrontando los esfuerzos, sufrimientos y renuncias que este seguimiento comporta. Amar, ser generoso, trabajar al servicio de los demás, luchar por la justicia, no es fácil. Cuesta, y a veces comporta rupturas, y puede llegar a significar persecución como lo significó para Jesús; pero este es el camino de la felicidad y de la vida, es el camino al que nos invita Jesús, la ruta que queremos seguir, porque el Evangelio nos ha tocado el corazón y nos ha cautivado por dentro. Estamos celebrando la Eucaristía. Jesús, la noche antes de dar su vida por nosotros, nos dejó para siempre su presencia misma en el pan y el vino que consagramos, como manifestación de su amor, más fuerte que la muerte, más poderoso que el mal, que el pecado y que todo egoísmo. Y nosotros, cuando cada domingo nos reunimos aquí para recibir este alimento, experimentamos su presencia, el don de su mismo Espíritu que nos impulsa en su camino. Demos gracias por ello.