Esto dice el Señor: Como la lluvia y la nieve descienden del cielo y no vuelven allá sin empapar la tierra, sin fecundarla y hacerla germinar para que dé sementera al sembrador y pan para comer, así la palabra que sale de mi boca no vuelve a mí sin resultado, sin haber hecho lo que yo quería y haber llevado a cabo su misión.
Tú cuidas de la tierra, l
a riegas y la enriqueces sin medida;
la acequia de Dios va llena de agua,
preparas los trigales.
R. La semilla cayó en tierra buena y dio fruto.
Riegas los surcos,
igualas los terrones,
tu llovizna los deja mullidos,
bendices sus brotes. R.
Coronas el año con tus bienes,
tus carriles rezuman abundancia;
rezuman los pastos del páramo,
y las colinas se orlan de alegría. R.
Tú cuidas de la tierra, l
a riegas y la enriqueces sin medida;
la acequia de Dios va llena de agua,
preparas los trigales. R.
Hermanos, estimo, en efecto, que los padecimientos del tiempo presente no se pueden comparar con la gloria que ha de manifestarse en nosotros. Porque la creación está aguardando en anhelante espera la manifestación de los hijos de Dios, ya que la creación fue sometida al fracaso, no por su propia voluntad, sino por el que la sometió, con la esperanza de que la creación será librada de la esclavitud de la destrucción para ser admitida a la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Sabemos que toda la creación gime y está en dolores de parto hasta el momento presente. No sólo ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo.
Al terminar el relato de la parábola del sembrador, Jesús hace esta llamada: «El que tenga oídos para oír, que oiga». Se nos pide que prestemos mucha atención a la parábola. Pero, ¿en qué hemos de reflexionar? ¿En el sembrador? ¿En la semilla? ¿En los diferentes terrenos?
La inmensa mayoría de las veces nos hemos fijado casi exclusivamente en los terrenos en que cae la semilla, para revisar cuál es nuestra actitud al escuchar el Evangelio. Sin embargo, también es muy importante prestar atención al sembrador y a su modo de sembrar. Es lo primero que dice el relato: «Salió el sembrador a sembrar». Lo hace con una confianza sorprendente, siembra de manera abundante. La semilla cae y cae por todas partes, incluso allí donde parece difícil que pueda germinar. Así lo hacían los campesinos de Galilea, que sembraban incluso al borde de los caminos y en terrenos pedregosos. A la gente no le es difícil identificar al sembrador, pues así siembra Jesús su mensaje. Lo ven salir todas las mañanas a anunciar la Buena Noticia del Reino de Dios. Siembra su Palabra entre la gente sencilla que lo acoge, y también entre los escribas y fariseos que lo rechazan. Predica en el templo donde puede escucharlo la gente del pueblo, pero donde también pueden oírlo los sumos sacerdotes. Jesús nunca se desalienta, y su siembra no será estéril.
Desbordados por una fuerte crisis religiosa y descorazonados ante la frialdad espiritual que reina en tantos ambientes, muchos de ellos tan próximos a nosotros, podemos llegar a pensar que el Evangelio ha perdido su fuerza original y que el mensaje de Jesús ya no tiene garra para atraer la atención del hombre o la mujer de hoy. Ciertamente, no es el momento de cosechar éxitos llamativos, sino de aprender a sembrar sin desalentarnos, con más humildad y verdad. La época actual nos pone a prueba en la fe, en la esperanza y en la paciencia. No es el Evangelio el que ha perdido fuerza humanizadora, sino que somos nosotros los que lo estamos anunciando con una fe débil y vacilante, muy poco convencidos del poder de Dios. No es Jesús el que ha perdido poder de atracción, sino que somos más bien nosotros los que desvirtuamos su mensaje con nuestras incoherencias y contradicciones. Dios mismo lo afirma muy claramente: «la palabra que sale de mi boca no vuelve a mí sin resultado, sin haber hecho lo que yo quería y haber llevado a cabo su misión», por tanto, el mensaje que ha llegado hasta nosotros y que debemos transmitir tiene fuerza en sí mismo y siempre da fruto. El Papa Francisco dice que, cuando un cristiano no vive una adhesión fuerte a Jesucristo, pronto pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de lo que transmite, le falta fuerza y pasión. Y una persona que no esté convencida, entusiasmada, segura, enamorada, dedicada en cuerpo y alma a la causa, no podrá convencer a nadie.
Evangelizar no es propagar una doctrina, sino hacer presente en medio de la sociedad y en el corazón de las personas la Buena Noticia, la fuerza humanizadora y salvadora de Jesús. Y esto no se puede hacer de cualquier manera. Lo más decisivo no es el número de predicadores, catequistas y enseñantes de religión, sino la calidad evangélica que podamos irradiar los cristianos. ¿Qué contagiamos: indiferencia o fe convencida?, ¿mediocridad o pasión por la vida gloriosa que Dios nos promete?