Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; has sido más fuerte que yo y me has podido. He sido a diario el hazmerreír, todo el mundo se burlaba de mí. Cuando hablo, tengo que gritar, proclamar violencia y destrucción. La palabra del Señor me ha servido de oprobio y desprecio a diario. Pensé en olvidarme del asunto y dije: «No lo recordaré; no volveré a hablar en su nombre»; pero había en mis entrañas como fuego, algo ardiente encerrado en mis huesos. Yo intentaba sofocarlo, y no podía.
Oh, Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo,
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua.
Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío.
¡Cómo te contemplaba en el santuario
¡Viendo tu fuerza y tu gloria!
Tu gracia vale más que la vida,
te alabarán mis labios. R.
Toda mi vida te bendeciré
y alzaré las manos invocándote.
Me saciaré como de enjundia y de manteca,
y mis labios te alabarán jubilosos. R.
Porque fuiste mi auxilio,
y a la sombra de tus alas canto con júbilo.
Mi alma está unida a ti,
y tu diestra me sostiene. R.
Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual. Y no os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto.
En aquel tiempo, comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte». Jesús se volvió y dijo a Pedro: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios». Entonces dijo a los discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará. ¿Pues de qué servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá, con la gloria de su Padre, entre sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta.
El domingo pasado veíamos cómo Jesús elogiaba a Pedro por su confesión de fe y le prometía el primado en la Iglesia: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo». Pedro es la roca sobre la que se edifica la Iglesia, pero hoy Jesús le llama "Satanás" y le dice que piensa como los hombres y no como Dios. ¿Qué ha sucedido? Pedro sufre una crisis, como la sufre todo cristiano, y como también la sufre la Iglesia, ante la dura realidad del camino de Jesucristo, de la Iglesia y de cada hombre. Pedro no acaba de ver lo que significa ser el Mesías y se imagina a alguien brillante que triunfará con gran poder y sin esfuerzo. Todos tenemos dificultades para asumir el Misterio Pascual, y no nos damos cuenta que el camino hacia el Reino de Dios pasa por la lucha, que sólo aceptando el escándalo de la cruz se llega a la resurrección. Pensamos en la resurrección y en la gloria, pero a menudo nos olvidamos de la cruz, o la convertimos en un objeto de adorno.
La Palabra divina del domingo pasado nos presentaba lo que es la confesión de la fe cristiana: Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, el guía y fundamento para el cristiano, el revelador de Dios, el que nos da la posibilidad de vivir en comunión con el Padre y de caminar hacia el Reino. Y de esta fe nace, y sobre esta fe se basa, la Iglesia como comunidad de creyentes en Jesucristo. Pero esta fe no es fácil, la fe compromete mucho más de lo que imaginamos. El ejemplo lo hallamos en lo ingenuo que era Pedro. Aquel discípulo enaltecido con trompetas de plata al recibir la máxima felicitación de Jesús, pecaba de ingenuidad al imaginarse que diciendo creer en Jesús ya lo había entendido todo; es una ingenuidad en la que todos participamos. Por eso, el fragmento del Evangelio de hoy es una advertencia para todos, para toda Iglesia: creer en Jesucristo significa aceptar su camino y estar dispuesto a seguirlo; no pretender ganar el mundo, sino estar dispuesto a perder la vida; no pensar como los hombres, sino como Dios. Intentar compaginar la afirmación de fe en Jesucristo con seguir un camino de comodidad, de poder, de ganancia y de ventajas materiales, es querer encender una vela a Dios y otra al diablo, es comulgar con Satanás. Recordemos las tentaciones con las que el maligno quiso hacer caer a Jesús: bienestar material, espectacularidad y búsqueda de poder. Y lo peor de todo es que estas tentaciones venían disfrazadas con el vestido del sentido común.
Desde la antigua narración bíblica del pecado original, tenemos admirablemente expresada la más honda tentación humana: ser como dioses. Pero, evidentemente, ser como un "dios" imaginado según las coordenadas del mundo, es decir: el que más tiene, el que más aparenta, el que mejor se lo pasa… Una tentación que a menudo se queda en el nivel de nuestros pequeños pecados que, aunque parezcan pequeños, nos hacen daño y se lo hacen a los demás, porque forman un tejido de egoísmo, de dureza y de mentira, y que pueden acabar por convertirse en la fuente de los grandes pecados que crucifican a la humanidad y que conducen a la explotación de los débiles, que ensucian las relaciones humanas hasta hacerlas imposibles, que favorecen las tiranías, las guerras y toda clase de desorden moral y social. Y todo nace de la pretensión de ser más y de tener más, una pretensión muy humana, pero que es una tentación; por eso resulta escandaloso que el Hijo de Dios rompa radicalmente con ella y siga un camino de pobreza, de servicio y de donación de su vida, lo que el lenguaje cristiano denomina «el camino de la cruz». No por masoquismo ni como una negación de los valores humanos, sino todo lo contrario, precisamente para encontrar la vida. La más plena realización del hombre se halla en el Hijo del hombre, que es el Hijo de Dios. Él nos revela la auténtica imagen de Dios y cómo el hombre puede -de verdad- "ser como Dios". Por eso, para los creyentes en Jesucristo, "ser como Dios" es querer seguir este camino, aunque parezca muy difícil.