Esto dice el Señor: «A ti, hijo de hombre, te he puesto de centinela en la casa de Israel; cuando escuches una palabra de mi boca, les advertirás de mi parte. Si yo digo al malvado: “Malvado, eres reo de muerte”, pero tú no hablas para advertir al malvado que cambie de conducta, él es un malvado y morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre. Pero si tú adviertes al malvado que cambie de conducta, y no lo hace, él morirá por su culpa, pero tú habrás salvado la vida».
Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
aclamándolo con cantos.
Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor:
«No endurezcáis vuestro corazón»
Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo,
el rebaño que él guía. R.
Ojalá escuchéis hoy su voz:
«No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto;
cuando vuestros padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras». R.
Hermanos: A nadie le debáis nada, más que el amor mutuo; porque el que ama ha cumplido el resto de la ley. De hecho, el «no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás», y cualquiera de los otros mandamientos, se resume en esto: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». El amor no hace mal a su prójimo; por eso la plenitud de la ley es el amor.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano. En verdad os digo que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en los cielos. Os digo, además, que, si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en los cielos. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».
La convivencia, fundamentada en la fraternidad y el amor, tiene que edificar la comunión entre los miembros de Cristo, dándonos caridad y solicitud con todos. Sin embargo, vemos que la convivencia no es fácil, pues se ve sometida a tensiones motivadas por el carácter, por los defectos y pecados personales, por la presencia del mal en el mundo… La Iglesia en este mundo tampoco es una asamblea angelical de seres impecables, sino una fraternidad de mujeres y hombres que, convocados por el Espíritu Santo y reunidos por Jesucristo, caminamos hacia Dios entre limitaciones y debilidades. Por eso, la conversión será siempre necesaria.
Todos tenemos una cierta reticencia natural a ser corregidos; siembre encontramos excusas y justificaciones. Aceptar la corrección y ver la verdad que contiene es un ejercicio de humildad. Además, somos propensos a criticar al vecino, porque vemos más la paja en su ojo que la viga en el nuestro. Lo más grave es que frecuentemente le criticamos a su espalda, propalando sus miserias, ya que no nos atrevemos a decírselo personalmente y con caridad al interesado. Y es que para ejercer la corrección fraterna se necesita una gran dosis de amor y conversión: es preciso reconocer que yo también soy pecador y tengo mis defectos que ponen nerviosos a los demás; debemos actuar con amor y tacto para quitar la paja sin arrancar el ojo. Mateo marca unas etapas en la corrección fraterna: a solas, con dos o tres testigos, y en presencia de toda la comunidad. Jesús nos dice así que debemos ser siempre pacientes y benignos en la recuperación del hermano, que no hemos de querer su exclusión. «Si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano», no hemos de tomar esta frase como una condena. Conocemos muy bien la benevolencia de Jesús hacia los paganos y publicanos; por eso, el consejo del Maestro no es el de dejar por imposible y cerrar las puertas a nadie, sino el de tener paciencia, de no dejar de amar al hermano que se aleja y de orar por él, el de saber estar discretamente a su lado sintiendo el dolor de su separación.
El amor hace posible que Jesucristo esté presente entre nosotros, porque Dios es amor. Cuando nos reunimos para orar y para celebrar la Eucaristía, ¿estamos convencidos de que Jesucristo está aquí? ¿Reconocemos en nuestra celebración una fuerza capaz de cambiar el mundo? ¿Nos damos cuenta que el Señor está haciendo presente el misterio de su muerte y resurrección que nos dan vida? Jesucristo ha querido que la salvación y la vida alcanzasen a hombres y mujeres de todo el mundo y de todas las épocas; por eso, Él, que vive glorioso con el Padre, ha querido que la Iglesia continuara su misión en el mundo, haciéndose presente Él mismo a través de los sacramentos, de la Palabra que proclamamos y de los hermanos a quienes debemos amar. Y esto ha sido siempre así, desde el principio.