En aquellos días, el pueblo, torturado por la sed, murmuraba contra Moisés: «¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?». Clamó Moisés al Señor y dijo: «¿Qué puedo hacer con este pueblo?. Poco falta para que me apedreen.» Respondió el Señor a Moisés: «Preséntate al pueblo llevando contigo algunos de los ancianos de Israel; lleva también en tu mano el cayado con que golpeaste el río y vete, que allí estaré yo ante ti, sobre la peña, en Horeb; golpearás la peña y saldrá de ella agua para que beba el pueblo.» Moisés lo hizo así a la vista de los ancianos de Israel. Y puso por nombre a aquel lugar Massá y Meribá, por la reyerta de los hijos de Israel y porque habían tentado al Señor diciendo: «¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?»
Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
vitoreándole al son de instrumentos. R.
R. Escucharemos tu voz, Señor.
Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios y nosotros su pueblo,
el rebaño que él guía. R.
Ojalá escuchéis hoy su voz:
«No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto,
cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron,
aunque habían visto mis obras.» R.
Hermanos: Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos apoyados en la esperanza de la gloria de los Hijos de Dios. La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos -en verdad, apenas habrá quien muera por un justo, por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir--mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros.
En aquel tiempo llegó Jesús a un pueblo de Samaría llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José: allí estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía. Llega una mujer de Samaría a sacar agua, y Jesús le dice: «Dame de beber » (Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida). La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» (porque los Judíos no se tratan con los samaritanos). Jesús le contesto. «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, v él te daría agua viva.» La mujer le dice: «Señor, si no tienes cubo y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?, ¿eres tu más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de el bebieron él y sus hijos y sus ganados?» Jesús le contesto: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, nunca mas tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá entro de el en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.» La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla.». «Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén.» Jesús le dice: «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte, ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros dais culto a uno que no conocéis, nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos.» Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así. Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad. La mujer le dice: «Sé que va a venir el Mesías, el Cristo, cuando venga él nos lo dirá todo.» Jesús le dice: «Yo soy: el que habla contigo. En aquel pueblo muchos samaritanos creyeron en él por el testimonio que había dado la mujer: «Me ha dicho todo lo que he hecho." Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú dices, nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo".
El pueblo hebreo había sentido la presencia y la fuerza de Dios que le había liberado de la esclavitud de Egipto. Y, guiado por Moisés, había emprendido el largo camino por el desierto hacia la gran promesa de una tierra que sería suya y donde viviría con libertad y dignidad. Pero el camino se hacía largo y difícil, el pueblo experimentaba la terrible tortura de la sed, y por eso dudó y se rebeló contra Moisés y contra su Dios. Por todo ello también se preguntaba: «¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?» Una pregunta que es posible que nos hagamos nosotros, sobre todo cuando nuestro camino es motivo de cansancio y fatiga, o cuando somos nosotros quienes, a veces casi sin ser conscientes de ello, nos hemos ido interiormente alejando de la presencia de Dios. En este tercer domingo de Cuaresma, cuando empieza la etapa más importante de nuestra ruta hacia la gran celebración de la Pascua, atrevámonos a preguntarnos si realmente creemos de veras en la presencia de Dios en nosotros, en la presencia de su Espíritu que puede fecundar nuestra vida, y escuchemos al mismo tiempo la respuesta de Jesús.
Junto al pozo de Jacob, el Maestro, cansado del camino, conversa con una mujer. En aquella época no era normal que un hombre religioso hablara públicamente con una mujer desconocida. Y, en este caso, con una mujer que por ser samaritana era tenida por los judíos como una hereje. Más aún: con una mujer hereje cuya conducta moral no era precisamente ejemplar, pues había vivido con cinco hombres y el actual hombre con quien convivía no era su marido. Pero Jesús no sólo le pide agua y le da conversación, sino que a ella –mujer, hereje y con una historia de seis hombres– se le da a conocer como el Mesías, el Cristo, como el que es capaz de dar un agua que puede convertirse dentro de nosotros «en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna». A nuestra pregunta de si «está o no está el Señor en medio de nosotros», Jesús responde que Él puede estar dentro de nosotros como un manantial de vida, como una fuente de agua viva que hará que ya no sea necesario nuestro constante y ansioso ir y venir buscando fuentes de amor, de verdad, de libertad, de vida..., pues Él es la fuente inagotable y fecunda de amor, de verdad, de libertad, de vida... Y no sólo una fuente a la que nosotros vayamos a beber, sino una fuente que puede manar en nuestro interior, ya que «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado».
Este evangelio que hemos proclamado hoy, junto con los que escucharemos en los dos próximos domingos, son los que utilizaba la Iglesia antigua como mejor catequesis para aquellos hombres y mujeres que se preparaban a recibir el Bautismo en la noche de la Vigilia pascual. El de la samaritana nos presenta a Jesucristo como el Agua viva; el de la curación del ciego de nacimiento nos lo muestra como la Luz del mundo; y el evangelio de la resurrección de Lázaro nos revelará a Cristo como Aquél que es la Resurrección y la Vida. Estos evangelios dan respuesta a la pregunta decisiva de la fe: ¿Quién es Jesucristo para mí?
La respuesta de hoy es ésta: Jesús es la fuente interior de vida. El agua que brota de Él puede fecundar toda nuestra existencia. Esto es lo que significó el agua de nuestro bautismo: un agua que se derramaba sobre nosotros y en la que el Señor nos sumergía para fecundarnos y darnos vida, para que diéramos fruto según la voluntad divina, que ha de ser nuestro alimento. En otro lugar de su evangelio, Juan nos transmite estas palabras de Jesús: «El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí, que beba. Como dice la Escritura: de sus entrañas manarán torrentes de agua viva». Y comenta inmediatamente el evangelista: «Decía esto refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en Él». Gracias al amor de Dios, a la fe y al bautismo, tenemos en nuestras entrañas, en el corazón de nuestra vida, el Espíritu de Jesucristo. Más allá de nuestras dudas y dificultades, incluso cuando parece que nos hemos alejado de Él, el Espíritu de Jesús está en nosotros para ayudarnos, guiarnos e impulsarnos a vivir según su ejemplo de amor bondadoso y abierto. Renovar nuestra fe en esta presencia activa del Espíritu de Jesús es, en el camino cuaresmal hacia la Pascua, la primera respuesta a las preguntas: ¿quién es Jesús para mí?, ¿quién es Jesús para nosotros?