Domingo 3 de Pascua

Lectura de los Hechos de los Apóstoles (He 2,14.22-28)

En aquellos días Pedro, en pie con los once, les dirigió en voz alta estas palabras: «Judíos y habitantes todos de Jerusalén: percataos bien de esto y prestad atención a mis palabras. Israelitas, escuchadme: Dios acreditó ante vosotros a Jesús el Nazareno con los milagros, prodigios y señales que hizo por medio de él, como bien sabéis. Conforme al plan proyectado y previsto por Dios, os lo entregaron, y vosotros lo matasteis crucificándolo por manos de los paganos; pero Dios lo ha resucitado, rompiendo las ligaduras de la muerte, pues era imposible que la muerte dominara sobre él. Porque David dice de él: Veía siempre al Señor en mi presencia, lo tengo a mi derecha, y así nunca tropiezo. Por eso se alegra mi corazón, se gozan mis entrañas, todo mi ser descansa bien seguro, pues tú no me entregarás a la muerte ni dejarás que tu fiel amigo vea la corrupción. Me has enseñado el camino de la vida me has llenado de gozo en tu presencia.

SALMO RESPONSORIAL (Ps 16)

Guárdame, Dios mío, pues me refugio en ti. 
Yo digo al Señor: «Tú eres mi Señor, mi bien sólo está en ti». 
Señor, tú eres mi copa y mi porción de herencia,
tú eres quien mi suerte garantiza. 

Yo bendigo al Señor, que me aconseja, 
hasta de noche mi conciencia me advierte; 
tengo siempre al Señor en mi presencia, 
lo tengo a mi derecha y así nunca tropiezo. 

Por eso se alegra mi corazón, 
se gozan mis entrañas, 
todo mi ser descansa bien seguro, 
pues tú no me entregarás a la muerte 
ni dejarás que tu amigo fiel baje a la tumba. 

Me enseñarás el camino de la vida, 
plenitud de gozo en tu presencia,
alegría perpetua a tu derecha.

Lectura de la primera carta del apóstol san Pedro (1 Pe 1, 17-21)

Hermanos: si invocáis como Padre al que juzga imparcialmente a cada uno según sus obras comportaos respetuosamente mientras estáis de paso en este mundo. Sabed que habéis sido rescatados de vuestra vida estéril heredada de vuestros mayores no con bienes perecederos como el oro o la plata, sino con la preciosa sangre de Cristo el cordero sin tacha ni defecto predestinado desde toda la eternidad y manifestado en los últimos tiempos por amor hacia vosotros, los que por él creéis en Dios, el cual habiéndole resucitado de entre los muertos y coronado de gloria viene a ser por lo mismo el objeto de vuestra fe y de vuestra esperanza.

Lectura del santo Evangelio según San Lucas (Lc 24, 13-35)

Aquel mismo día, dos de ellos se dirigían a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos trece kilómetros. Iban hablando de todos estos sucesos; mientras ellos hablaban y discutían, Jesús mismo se les acercó y se puso a caminar con ellos. Pero estaban tan ciegos que no lo reconocían. Y les dijo: «¿De qué veníais hablando en el camino?». Se detuvieron entristecidos. Uno de ellos, llamado Cleofás, respondió: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha sucedido en ella estos días?». Él les dijo: «¿Qué?». Ellos le contestaron: «Lo de Jesús de Nazaret, que fue un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo, cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestras autoridades lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él sería el libertador de Israel, pero a todo esto ya es el tercer día desde que sucedieron estas cosas. Por cierto que algunas mujeres de nuestro grupo nos han dejado asombrados: fueron muy temprano al sepulcro, no encontraron su cuerpo y volvieron hablando de una aparición de ángeles que dicen que vive. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y lo encontraron todo como las mujeres han dicho, pero a él no lo vieron».Entonces les dijo: «¡Qué torpes sois y qué tardos para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que Cristo sufriera todo eso para entrar en su gloria?».Y empezando por Moisés y todos los profetas, les interpretó lo que sobre él hay en todas las Escrituras. Llegaron a la aldea donde iban, y él aparentó ir más lejos; pero ellos le insistieron, diciendo: «Quédate con nosotros, porque es tarde y ya ha declinado el día». Y entró para quedarse con ellos. Se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces sus ojos se abrieron y lo reconocieron; pero él desapareció de su lado. Y se dijeron uno a otro: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». Se levantaron inmediatamente, volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los once y a sus compañeros, que decían: «Verdaderamente el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón». Ellos contaron lo del camino y cómo lo reconocieron al partir el pan.

 

 

El relato de los discípulos de Emaús nos muestra lo que significaba para los primeros cristianos la Eucaristía y lo que también ha de significar para nosotros: un encuentro vivo con Jesús resucitado. Leyendo esta historia da la sensación de que a san Lucas, cuando la escribía después de haber escuchado la experiencia de los dos caminantes, le pasaba un poco como a ellos, que su corazón se inflamaba. Los dos discípulos, cuando Jesús desaparece de su vista, se dicen uno al otro que durante el camino con aquel viajero desconocido se habían sentido abrasados por dentro, llenos de un apasionamiento, un entusiasmo que comparte el mismo evangelista al escribir, transmitiendo algo que vive con mucha fuerza. Porque aquello que Lucas explica es lo que él mismo vive cada domingo con su comunidad cuando se reúnen para celebrar la Eucaristía. Y es que esta historia tan conocida de los discípulos de Emaús no es sólo la narración de un episodio, sino también un relato de lo que significaba para los primeros cristianos la celebración de la Eucaristía. Partiendo de la experiencia de los caminantes de Emaús, san Lucas quiere mostrarnos dónde podemos encontrarnos siempre con Jesús resucitado: en la celebración de la Eucaristía, al leer y escuchar la Palabra de Dios y al partir el Pan. Escuchar ahora este relato, saborearlo hoy, es para nosotros una invitación a vivir más auténticamente el encuentro personal y comunitario con el Señor cada domingo.

         La historia empieza con dos discípulos que van de camino. Llevan consigo sus angustias, su vida difícil, el trastorno de muchas ilusiones perdidas con la muerte del Maestro. No comprenden qué está pasando, incluso su fe se hunde. Y se encuentran con Jesús, un Jesús escondido, que no es claramente reconocible, pero que está allí, acompañándoles. Ellos son como nosotros, que venimos aquí con nuestra vida, con las angustias y las esperanzas, y con una fe que desearíamos que fuera más fuerte. Y aquí nos encontramos con Jesús, con nuestras oscuridades y con su Luz: Él está ahí, y nos sale al encuentro. Aquí, Jesús nos habla, ¿su Palabra ilumina nuestra vida, para que comprendamos cuál es el camino que salva? A aquellos discípulos de Emaús les costó entender que la vida sólo se halla en el amor fiel hasta la muerte. A nosotros también nos cuesta entender, y a veces tampoco escuchamos mucho, no prestamos demasiada atención a la Palabra de Jesús, no nos dejamos llenar de la vida y de la enseñanza del Salvador. Pero de hecho, a pesar de todo, escuchando aquí cada domingo el Evangelio, y dejando que penetre en nuestro corazón, leyéndolo también en casa, y reflexionándolo en grupo... es así cómo nos vamos transformando y acercando a Cristo, cómo dejamos que nuestra vida se vaya llenando de su vida.

         Al final de aquellas dos o tres horas de camino durante las cuales Jesús les habla y les ilumina su vida con la Palabra de la Escritura, los tres se sientan a la mesa. Los dos discípulos no habían reconocido a Jesús, pero tienen un espíritu acogedor y le invitan a quedarse con ellos. Y allá, puestos a la mesa, Jesús repite aquellos gestos que les había dejado como testamento el día antes de su muerte: toma el pan, dice la plegaria de bendición y de acción de gracias al Padre, lo parte y lo reparte a aquellos discípulos. Y estos signos les abren los ojos: los signos de la Eucaristía son, ya para siempre, el gran momento de la presencia de Jesús entre los suyos. Y ellos lo reconocen en aquel pan partido, y aquel reconocimiento es un reconocimiento de fe: porque Jesús ya no es visible a sus ojos. Nosotros, cada domingo, después de escuchar la Palabra, ponemos también sobre la mesa del altar el pan y el vino y empezamos la plegaria de acción de gracias: es lo que llamamos la plegaria eucarística, parecida a la de Jesús, y en la cual damos gracias al Padre, y le aclamamos como Santo, Dios del universo. Y después, invocamos al Espíritu imponiendo las manos sobre el pan y el cáliz, para que el pan y el vino sean para nosotros el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Y después repetimos sus palabras, las palabras de la consagración. Y lo recordamos a Él, muerto y resucitado, que renueva entre nosotros la ofrenda amorosa de la cruz. ¿Acaso a través de esta plegaria y de estos gestos, no nos invita Jesús a reconocerlo, a sentirlo muy cerca de nosotros, a recibirlo como alimento, para poder vivir su misma vida? ¿No nos invita a hacer como hicieron los discípulos de Emaús: salir de aquella reunión con muchas ganas de compartir la vida nueva que recibimos del Señor? Que la celebración de la Eucaristía nos haga vivir siempre la proximidad de Jesús, que nos explica las Escrituras y parte para nosotros el Pan.

FACEBOOK

TWITTER



Free counters!