Una mujer perfecta, ¿quién la encontrará? Vale mucho más que las perlas. Confía en ella el corazón de su marido y no cesa de tener ganancia. Ella le procura el bien y nunca el mal todos los días de su vida. Busca lana y lino, y trabaja con su mano solícita. Echa mano a la rueca y sus dedos giran el huso. Tiende su brazo al desgraciado y alarga la mano al indigente. Engañosa es la gracia, vana la belleza; la mujer que teme al Señor, ésa debe ser alabada. Dadle del fruto de sus manos y que en las puertas de la ciudad sus obras proclamen su alabanza.
Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos.
Comerás del trabajo de tus manos,
serás feliz y todo te irá bien.
R. Dichoso el que teme al Señor.
Tu esposa será como parra fecunda en la intimidad de tu casa;
tus hijos, como brotes de olivo en torno a tu mesa. R.
Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida. R.
Hermanos, en cuanto al tiempo preciso, no tenéis necesidad de que se os escriba. Vosotros sabéis perfectamente que el día del Señor vendrá como el ladrón en la noche. Andarán diciendo: «Todo es paz y seguridad»; y entonces, de improviso, les sorprenderá la perdición, como los dolores del parto a la mujer encinta, y no podrán escapar. Hermanos, vosotros no vivís en la oscuridad para que ese día pueda sorprenderos, como el ladrón. Todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día; no sois hijos de la noche ni de las tinieblas. Por tanto, no nos echemos a dormir como los otros, sino estemos alerta y seamos sobrios.
Jesús dijo esta parábola a sus discípulos:: «El Reino de los Cielos es como un hombre que, al irse de viaje, llamó a sus criados y les confió su hacienda. A uno dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno, a cada uno según su capacidad; y se fue. El que había recibido cinco se puso en seguida a trabajar con ellos y ganó otros cinco. Asimismo el de los dos ganó otros dos. Pero el que había recibido uno solo fue, cavó en la tierra y enterró allí el dinero de su señor. Después de mucho tiempo, volvió el amo de aquellos criados y les tomó cuenta. Llegó el que había recibido cinco millones y presentó otros cinco, diciendo: Señor, me diste cinco talentos; aquí tienes otros cinco que he ganado. El amo le dijo: ¡Bien, criado bueno y fiel!; has sido fiel en lo poco, te confiaré lo mucho. Entra en el gozo de tu señor. Se presentó también el de los dos talentos, y dijo: Señor, me diste dos millones; mira, he ganado otros dos. Su amo le dijo: ¡Bien, criado bueno y fiel!; has sido fiel en lo poco, te confiaré lo mucho. Entra en el gozo de tu señor. Se acercó también el que había recibido un solo talento, y dijo: Señor, sé que eres duro, que cosechas donde no has sembrado y recoges donde no has esparcido. Tuve miedo, fui y escondí tu millón en la tierra. Aquí tienes lo tuyo. Su amo le respondió: Siervo malo y holgazán, ¿sabías que quiero cosechar donde no he sembrado y recoger donde no he esparcido? Debías, por tanto, haber entregado mi dinero a los banqueros para que, al volver yo, retirase lo mío con intereses. Quitadle, pues, el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Y a ese criado inútil echadlo a las tinieblas exteriores. Allí será el llanto y el crujir de dientes».
La parábola de los talentos, tan conocida, nos urge a la vigilancia productiva y a la laboriosidad solícita mientras esperamos la manifestación plena del Señor. Como cristianos, tenemos que desarrollar las cualidades y dones recibidos de Dios para hacer presente su Reino y construir así un mundo mejor, una sociedad más justa y una Iglesia más fraterna; todos tenemos una gran responsabilidad en ello.
¿No es cierto que a veces somos materialistas respecto a los dones que esperamos de Dios? Le pedimos salud y dinero, y es bueno pedírselo; pero, ¿podemos quedarnos sólo en eso? ¿Le pedimos también poder compartir juntos la felicidad de creer en Él?, ¿le pedimos aumentar nuestra cultura para enriquecer la de quienes viven con nosotros?, ¿le pedimos más tiempo para podernos dedicar más y mejor al servicio de los demás?, ¿le pedimos fortaleza para aceptar con fe y esperanza los sufrimientos que nos sobrevengan y poder participar en la obra salvadora de Jesucristo? Por encima de todo, Dios nos da su amor y, con él, el perdón de nuestros pecados y la salvación, nos da la participación en el gozo del Reino y muchas cualidades y virtudes que debemos descubrir a lo largo de nuestra vida para hacerlas fructificar y ponerlas al servicio del crecimiento del Reino. Sin embargo, a menudo nos quedamos parados por miedo o timidez, por el temor a lo que digan, y pensamos que, como podemos hacer tan poco, lo mejor es no hacer nada, que no vale la pena esforzarse, y así nos contentamos con ir tirando, sin dar lo mejor, lo que Dios quiere de nosotros.
Con todo lo dicho, nos damos cuenta de que el tercer administrador no es un modelo digno de imitar. En seguida vemos que de los tres es el menos capaz y el menos inteligente, pero quiere quedar ante su amo como un hombre exacto y en regla, para excusar así su pereza. En mayor o menor medida, todos nos podemos ver retratados en él. No estamos acostumbrados a examinarnos ni a sentirnos culpables por los pecados de omisión. Pero el absentismo, la apatía, la rutina, el pasotismo, la pereza, la comodidad, el miedo a complicarnos la existencia y la inacción egoísta son los grandes pecados sociales en los que puede caer el cristiano de hoy. Los hay que, por temor a equivocarse, prefieren no hacer nada y no se dan cuenta de que ésta es, precisamente, la mayor equivocación. ¡Cuántos cristianos entierran sus talentos y se apuntan a lo mínimo para no arriesgarse a un compromiso serio! Lo mismo que el siervo inútil, no malgastan el talento, pero lo entierran; no hacen nada malo, pero tampoco hacen nada bueno. Cometen, en definitiva, un pecado de omisión y su falta de generosidad provoca que Dios no pueda concederles más dones y su vida quede estéril: «al que tiene se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará».
Todos tenemos parte en la construcción del Reino de Dios, por eso no podemos contentarnos con una vida cristiana rutinaria. Si la filosofía del conservar y no perder no basta en ningún espacio de la actividad secular, mucho menos sirve en el ámbito de la fe y el servicio a Dios y a los hermanos. No podemos contentarnos con venir a la iglesia y que se nos dé todo hecho. Para que nuestra comunidad avance, sea más evangélica y haga presente el Reino de Dios en nuestra sociedad, es preciso que cada uno de nosotros aporte lo que pueda: oración, tiempo para ofrecerlo en algún servicio concreto –catequesis, visita a los enfermos, acompañar a los jóvenes, liturgia, Caritas, economía de la parroquia–, dinero, participación en la vida social y en las instituciones ciudadanas aportándoles los valores evangélicos, tan útiles y necesarios. Cada día se nos brindan oportunidades de oro para realizar todas estas enseñanzas de Jesucristo; no nos excusemos diciendo que es demasiado trabajo o que yo no sirvo; todos estamos llamados a ser generosos y a descubrir para qué servimos. La verdad es que sirviendo a Dios sinceramente descubriremos para qué servimos y a quién tenemos que servir. Si nos abrimos a la acción del Espíritu Santo, Dios puede obrar maravillas en nuestra vida, como lo hizo en María, que fue generosa hasta el punto de reconocer los dones divinos y de poner toda su vida en manos de Dios.