Esto dice el Señor Dios: «Yo mismo buscaré mi rebaño y lo cuidaré. Como cuida un pastor de su grey dispersa, así cuidaré yo de mi rebaño y lo libraré, sacándolo de los lugares por donde se había dispersado un día de oscuros nubarrones. Yo mismo apacentaré mis ovejas y las haré reposar —oráculo del Señor Dios—. Buscaré la oveja perdida, recogeré a la descarriada; vendaré a las heridas; fortaleceré a la enferma; pero a la que está fuerte y robusta la guardaré: la apacentaré con justicia». En cuanto a vosotros, mi rebaño, esto dice el Señor Dios: «Yo voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío».
El Señor es mi pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar.
R. El Señor es mi pastor, nada me falta.
Me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas;
me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre. R.
Preparas una mesa ante mí,
Enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mi copa rebosa. R
Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término. R.
Hermanos: Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto. Si por un hombre vino la muerte, por un hombre vino la resurrección. Pues lo mismo que en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su puesto: primero Cristo, como primicia; después todos los que son de Cristo, en su venida; después, el final, cuando Cristo entregue el reino a Dios Padre, cuando haya aniquilado todo principado, poder y fuerza. Pues Cristo tiene que reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la muerte. Y, cuando le haya sometido todo, entonces también el mismo Hijo se someterá al que se lo había sometido todo. Así Dios será todo en todos.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: “Venid vosotros, benditos de mi padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. Entonces los justos le contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”. Y el rey les dirá: “En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”. Entonces dirá a los de su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”. Entonces también estos contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”. Él les replicará: “En verdad os digo: lo que no hicisteis con uno de estos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo”. Y estos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna».
En un hermoso poema dice san Juan de la Cruz que en el último día seremos examinados sobre el amor. Éste es el mensaje de la Palabra de Dios en la solemnidad de Cristo Rey con la que concluye el año litúrgico. El relato de la venida del Señor como Rey y de su juicio nos prepara ya para la celebración del Adviento. Estos últimos domingos hemos escuchado en el Evangelio que el Reino de Dios se hará plenamente presente y que, antes de entrar en él, seremos juzgados por nuestras obras. La fe sola, sin obras que la acompañen y testifiquen, está muerta, al menos no se puede considerar como fe en sentido cristiano. Por eso, en el día del juicio, tal como nos dice hoy el Evangelio, tendremos muchas sorpresas. El juicio de Dios será de misericordia y justicia; por eso, mientras vivimos en este mundo, seamos misericordiosos con los hermanos, para poder alcanzar cada uno de nosotros la misericordia y la bondad de Dios que quiere la salvación de los hombres por encima de todo.
No podemos olvidar que, aunque Jesucristo vive glorioso en el seno del Padre, también está entre nosotros. Cuentan que el abad de un monasterio hizo un largo viaje para visitar a un ermitaño con fama de santidad y le explicó una historia triste: en otra época, su monasterio había conocido una vida espiritual muy floreciente; las celdas estaban llenas de novicios y en la iglesia resonaba el canto armonioso de los monjes. Pero los tiempos habían cambiado, había llegado una gran crisis espiritual y la gente ya no iba al monasterio para alimentar su espíritu; el aluvión de vocaciones se había cortado y la iglesia permanecía silenciosa; sólo unos pocos monjes, ya mayores, cumplían rutinaria y tristemente sus obligaciones; se les veía en el coro y en el monasterio sin ilusión. El abad quería saber qué pecado habían podido cometer para haber llegado a esa situación. Tras escucharlo y reflexionar, el ermitaño le respondió: «Habéis cometido un pecado grave de ignorancia, porque uno de vosotros es el Mesías disfrazado y vosotros no os habéis dado cuenta». De regreso al monasterio, el abad se preguntaba cuál de sus monjes podía ser el Mesías y por qué él no había sido capaz de reconocerlo. ¿Sería el hermano portero? No, porque era un chismoso. ¿Quizás el hermano cocinero? Tampoco, porque tenía muy mal genio. ¿Y si fuera él mismo? No, él seguro que no, porque tenía muchos defectos; pero el ermitaño le había hablado del Mesías disfrazado y quizás todos los defectos que veía en los demás y en sí mismo eran parte del disfraz para poder pasar desapercibido; al fin y al cabo, en el monasterio todos tenían defectos y uno de ellos tenía que ser el Mesías, tal como había dicho el ermitaño. Cuando el abad lo explicó a la comunidad, los monjes tuvieron la misma reacción que él, y como se vieron incapaces de reconocer quién era el Mesías, empezaron a tratarse todos con respeto y consideración y a amarse de veras, porque nunca se sabía quién de ellos podía ser. Como resultado, el monasterio recuperó la alegría, volvieron las vocaciones, en la iglesia se celebraba nuevamente una liturgia fraternal y llena de espíritu, y otra vez afluían muchos peregrinos buscando guía espiritual. Los cristianos esperamos la venida del Señor, pero no sabemos reconocerlo presente entre nosotros. ¿No sería diferente nuestra vida y más fraterna nuestra convivencia si, como aquellos monjes, tratáramos al prójimo como si fuera Cristo? ¿No sería bien diversa la marcha de la historia?
Jesucristo nos manifiesta su amor solícito y solidario; su realeza jamás se ha vestido con la vanagloria de la ostentación y de la prepotencia, sino que, ataviada de humildad y amor, nos manifiesta la dignidad humana de los hijos de Dios. Por eso, Jesucristo escucha el clamor de los necesitados y se hace solidario: «Todo que hicisteis a uno de estos, mis hermanos menores, me lo hacíais a mi; y todo lo que dejasteis de hacer a uno de estos, mis hermanos menores, me lo negabais a mí», nos dirá. El resultado del juicio divino será el mismo que lo que la Bienaventurada Virgen María canta en el Magníficat: «Dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos». Entretanto, mientras esperamos la venida definitiva del Señor, reconozcámoslo en nuestros hermanos y procuremos obrar el bien con todos.