Habló Moisés al pueblo y dijo: Acuérdate del camino que el Señor te ha hecho andar durante cuarenta años a través del desierto con el fin de humillarte, probarte y conocer los sentimientos de tu corazón y ver si guardabas o no sus mandamientos. Te ha humillado y te ha hecho sentir hambre para alimentarte luego con el maná, desconocido de tus mayores; para que aprendieras que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del Señor. No te ensoberbezcas en tu corazón ni te olvides del Señor, tu Dios, que te ha sacado de Egipto, de la casa de la esclavitud; que te ha conducido a través de vasto y horrible desierto, de serpientes venenosas, de escorpiones, tierra de sed y sin agua; que hizo brotar para ti agua de la roca más dura y te ha alimentado en el desierto con el maná, desconocido para tus mayores.
Glorifica al Señor, Jerusalén;
alaba a tu Dios, Sión:
que ha reforzado los cerrojos de tus puertas,
y ha bendecido a tus hijos dentro de ti.
R. Glorifica al Señor, Jerusalén.
Ha puesto paz en tus fronteras,
te sacia con flor de harina.
Él envía su mensaje a la tierra,
y su palabra corre veloz. R.
Anuncia su palabra a Jacob,
sus decretos y mandatos a Israel;
con ninguna nación obró así,
ni les dio a conocer sus mandatos. R.
Hermanos: El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo? Puesto que sólo hay un pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan.
En aquel tiempo dijo Jesús a los judíos: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo». Los judíos discutían entre ellos: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». Jesús les dijo: «Os aseguro que si no coméis la carne del hijo del hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él. Como el Padre que me ha enviado vive y yo vivo por el Padre, así el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo; no como el que comieron los padres, y murieron. El que come este pan vivirá eternamente».
La solemnidad de Corpus Christi me lleva a revivir mi infancia, de manera especial la época anterior a mi primera comunión, en la que iba profundizando poco a poco en las cosas de Dios. Desde niño, me sentía atraído y fascinado por el misterio de la Eucaristía y creo, sin duda, que eso influyó en mi vocación sacerdotal. Nunca he comprendido con la mente –y no creo que haya nadie en este mundo que sea capaz de ello– cómo es posible la presencia de Jesús en el pan y el vino consagrados; pero la confianza en su palabra me ha dado una certeza indudable: Verdaderamente Cristo resucitado está presente en las especies eucarísticas, porque Él, que es la Verdad eterna, así lo ha dicho, cualquier otra palabra, sea de quien sea, no es más cierta que la Palabra de Dios encarnada. Con el paso del tiempo, agradezco a Dios no haber podido desentrañar un misterio tan grande, sino que haya sido Él quien me haya dado a gustar la riqueza de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Corpus Christi, la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo, nos hace pensar en el significado de la comunión con Jesucristo y con los hermanos: El hijo de Dios se hace alimento para nosotros para que podamos experimentar la grandeza de nuestra salvación y compartir su existencia divina; a su vez, todos nosotros participamos de un mismo alimento: la Eucaristía, que nos hace miembros del único Cuerpo de Cristo.
No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios, porque en Él está el principio y fundamento de la existencia humana. El hombre busca la felicidad y su realización personal, ¿pero dónde está verdaderamente esta realización? La posesión de riquezas y abundantes bienes materiales no satisface plenamente este deseo, ¡y qué desastre cuando se busca la felicidad con un espíritu egoísta, sin pensar en el prójimo! Sólo en Jesucristo está nuestra felicidad, Porque Dios nos ha creado a imagen de su Hijo y nuestra alegría no será completa hasta que, rescatados definitivamente del pecado y de la muerte, no vemos completamente restaurada en nosotros la imagen del Hijo de Dios. Por eso Dios se ha hecho hombre y ha querido compartir nuestra vida, y también ha querido perpetuar su presencia en la Eucaristía.
Jesús fue categórico, y con su afirmación causó un gran escándalo entre los judíos y una profunda perplejidad entre los discípulos: «Si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros». La Eucaristía fue instituida no por una necesidad de Dios, sino porque nosotros necesitamos ser salvos y alcanzar la vida eterna. Jesucristo es el pan vivo bajado de los cielos para dar vida al mundo. En la Eucaristía se unen el cielo y la tierra, la pequeñez humana con la inmensidad divina. Los cristianos debemos amar mucho a la Eucaristía; nunca sabremos agradecer suficientemente este don que nos ayuda a tener a Dios tan cerca de nosotros, de tal modo que, al recibir el pan y el vino consagrados, Jesucristo entra en el santuario más íntimo de nuestro ser. ¿Cómo manifestaremos un profundo y agradecido amor a Dios hecho Eucaristía? Con la participación en la Misa dominical, con la escucha y meditación de la Palabra de Dios y con la comunión fervorosa y frecuente con las disposiciones requeridas, es decir, estando en gracia de Dios y confesando si es necesario. También manifestaremos nuestro amor a Jesús Eucaristía adorando su presencia en la Misa y, fuera de la celebración, en el pan eucarístico reservado en el sagrario.
A los que participamos en la Eucaristía nos une un solo amor, eso es lo que nos evoca la palabra “comunión”, y así nos lo recalca san Pablo: «El pan que partimos es comunión con el cuerpo de Cristo, el cáliz que bendecimos es comunión con la sangre de Cristo». Al comulgar, somos hechos carne de la carne de Cristo, sangre de su sangre y sustancia de su sustancia. Si somos hechos miembros del mismo Cuerpo de Cristo, entonces nos une un mismo amor; por eso, entre los cristianos no puede haber divisiones, ni rencores ni discordias, sino que todos debemos tener sentimientos de caridad para con nuestros hermanos, especialmente los más necesitados; debemos fomentar el perdón y la reconciliación cuando sea necesario, pues de otro modo, nuestra participación en la Eucaristía nos condenaría: ¿Cómo te acercas al sacramento de la unidad si estás dividido con tus hermanos y contigo mismo? Abre tu corazón a Dios y deja que Él restablezca la paz, porque Dios se hace presente done reina el amor verdadero.