Tú, Señor, eres nuestro padre, tu nombre de siempre es "Nuestro redentor". Señor, ¿por qué nos extravías de tus caminos y endureces nuestro corazón para que no te tema? Vuélvete, por amor a tus siervos y a las tribus de tu heredad. ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia! Bajaste, y los montes se derritieron con tu presencia. Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en él. Sales al encuentro del que practica la justicia y se acuerda de tus caminos. Estabas airado, y nosotros fracasamos: aparta nuestras culpas, y seremos salvos. Todos éramos impuros, nuestra justicia era un paño manchado; todos nos marchitábamos como follaje, nuestras culpas nos arrebataban como el viento. Nadie invocaba tu nombre ni se esforzaba por aferrarse a ti; pues nos ocultabas tu rostro y nos entregabas en poder de nuestra culpa. Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre, nosotros al arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano.
Pastor de Israel, escucha,
tú que te sientas sobre querubines, resplandece.
Despierta tu poder y ven a salvarnos.
R. Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.
Dios de los ejércitos, vuélvete:
mira desde el cielo, fíjate,
ven a visitar tu viña,
la cepa que tu diestra plantó,
y que tú hiciste vigorosa. R.
Que tu mano proteja a tu escogido,
al hombre que tú fortaleciste.
No nos alejaremos de ti;
danos vida, para que invoquemos tu nombre. R.
Hermanos: La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo sean con vosotros. En mi acción de gracias a Dios os tengo siempre presentes, por la gracia que Dios os ha dado en Cristo Jesús. Pues por él habéis sido enriquecidos en todo: en el hablar y en el saber; porque en vosotros se ha probado el testimonio de Cristo. De hecho, no carecéis de ningún don, vosotros que aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él os mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan de qué acusaros en el día de Jesucristo, Señor nuestro. Dios os llamó a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo, Señor nuestro. ¡Y él es fiel!
En aquel tiempo, dijo Jesús sus discípulos: "Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje y dejó su casa, y dio a cada uno de sus
criados su tarea, encargando al portero que velara. Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer;
no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad!"
Desde el día del primer pecado, cuando Dios hizo brillar ante los ojos de Adán la promesa de un redentor, todas las esperanzas de la humanidad se orientaron hacia la salvación. Los profetas fueron sus heraldos, mensajeros infatigables: «Tú, Señor, eres nuestro padre, tu nombre de siempre es "Nuestro redentor"… Estabas airado, y nosotros fracasamos… Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre», así hemos escuchado de la boca del profeta Isaías. El sentido profundo del pecado y de la impotencia del hombre para levantarse otra vez se entrelaza con el anhelo de salvación y la confianza en Dios. Parece como si el profeta, en su oración conmovedora, quisiera apresurar la venida del Salvador: «¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!» Y la historia nos muestra cómo fue escuchado este clamor y cómo se cumplió la promesa divina: el cielo ciertamente se rasgó y la humanidad recibió a su Salvador, el Señor Jesucristo. Y sin embargo, la oración de Isaías aún es actual y la liturgia se la apropia en el tiempo de Adviento: «¡Ojalá rasgases el cielo y bajases». El Hijo de Dios ya ha venido históricamente y, con su Pasión, Muerte y Resurrección, ha salvado a la humanidad pecadora. No obstante, este acontecimiento, cumplido ya en sí mismo, tiene que hacerse presente en cada persona hasta llevarla a la comunión plena con Jesucristo. Mientras esta comunión no sea perfecta, mientras el ser humano no esté completamente invadido y transformado por la gracia, todavía queda sitio para la espera del Salvador, que viene continuamente a nosotros por medio de los sacramentos, de su Palabra anunciada por la Iglesia, y también por medio de las inspiraciones e impulsos interiores que el Espíritu Santo deposita en nosotros, haciendo así que las venidas del Señor a nosotros sean más profundas y transformadoras. Por eso el Espíritu y la Iglesia –que es la esposa de Cristo– dicen: «¡Ven!» Y cada uno de los fieles responde: «¡Sí, ven, Señor Jesús!» El Señor viene, ¿estamos preparados y dispuestos para acogerlo?
San Pablo, mientras se alegra con los cristianos de Corinto por la gracia de Dios que habían recibido en Cristo, los exhorta a esperar la manifestación del Señor. Estos son los dos polos entre los que se extiende el arco del Adviento cristiano: el recuerdo agradecido del nacimiento del Salvador y de todos los dones que hemos recibido de Él y su manifestación gloriosa al final de los tiempos. Si, llenos de fe y esperanza, somos diligentes para llenar con una espera vigilante y activa el espacio intermedio entre estos dos polos, entonces, como dice el apóstol, Dios mismo nos «mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan de qué acusaros en el día de Jesucristo, Señor nuestro». A la fidelidad del hombre que vive en la espera de Dios, corresponde la fidelidad de Dios que mantiene infaliblemente sus promesas. Ante la fidelidad de Dios, cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Correspondo a Dios siéndole fiel y procurando vivir según sus mandamientos?
Por parte del hombre, la fidelidad ha de ser tal como nos la presenta Jesús en el Evangelio: un servicio generoso en el cumplimiento del propio deber, sin claudicar ante el cansancio y la pereza. Como lo hace el siervo diligente que no duerme durante la ausencia de su amo, sino que lleva a cabo las tareas encomendadas, de tal modo que, al regreso del amo, ya sea «al atardecer, a media noche, al canto del gallo o al amanecer» –es decir, en el momento más insospechado–, lo encuentre siempre en su puesto, entregado al trabajo y no asustado, como aquél al que pillan con las manos en la masa, obrando el mal, sino alegre de ver de nuevo al amo. Y como para el cristiano, Dios es mucho más que amo, ya que es Padre, su llegada estará llena de alegría.
Mn. Joaquim Meseguer García.