Lectura de la profecía de Isaías (Is 35,4-7ª) |
Decid cobardes de corazón: "Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará." Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco un manantial.
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Salmo responsorial (Sal 145) |
R. Alaba, alma mía, al Señor
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Lectura de la carta del apóstol Santiago (Sant 2.1-5) |
Hermanos míos: No juntéis la fe en nuestro Señor Jesucristo glorioso con el favoritismo. Por ejemplo: llegan dos hombres a la reunión litúrgica. Uno va bien vestido y hasta con anillos en los dedos; el otro es un pobre andrajoso. Veis al bien vestido y le decís: "Por favor, siéntate aquí en el puesto reservado." Al pobre, en cambio: "Estáte ahí de pie o siéntate en el suelo." Si hacéis eso, ¿no sois inconsecuentes y juzgáis con criterios malos? Queridos hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que lo aman?
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Lectura del Santo Evangelio según San Marcos (Mc 7,31-37) |
En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: "Effetá", esto es "Ábrete". Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: "Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos."
Hace oír a los sordos y hablar a los mudos
Jesús siempre manifestó una gran predilección por los pobres, también en la Iglesia debemos tener esta preferencia; Santiago nos lo recuerda en su carta, al advertirnos del peligro de la acepción de personas. La primera lectura y el Evangelio señalan una forma concreta de pobreza: los defectos físicos que, como la sordera o la mudez, impiden al individuo llevar una vida normal y que, en el ámbito religioso, le ponen grandes trabas para escuchar la Palabra de Dios y proclamarla a los demás. Ante Dios, que es el único verdaderamente rico, todos somos pobres. Creer que podremos vivir bien con nuestros propios recursos y cualidades personales y prescindir de Dios es un grande y grave error. Santiago nos invita a meditar sobre el tema de la pobreza desde una perspectiva evangélica, que no es ni meramente espiritualista ni revolucionaria en el sentido en que se suele entender esta palabra. Una visión espiritualista nos llevaría a predicar la resignación y el fatalismo, a pensar falsamente que ésa es la voluntad de Dios, y a decir que los pobres encontrarán la felicidad un día en el cielo. La visión revolucionaria nos llevaría a la lucha armada, al odio y a olvidar la fraternidad entre todos los hombres y la esperanza de vida eterna que Cristo nos promete. La visión evangélica, en cambio, nos conduce a la solidaridad y la esperanza, a compartir y trabajar con paciencia –muy distinta de la resignación fatalista– en la construcción del Reino de Dios. La opción de la Iglesia por los pobres no es un signo de sectarismo, sino que manifiesta la universalidad de su ser y de su misión: la Iglesia es sacramento de salvación y signo de unidad de todo el género humano. Dado que la mayor parte de la humanidad es pobre y Cristo se identificó con ella, la Iglesia ha de identificarse también con los pobres. Pero esta identificación no se puede expresar en categorías sociológicas y políticas, ya que entonces esta preferencia se convertiría en una opción partidista y conflictiva. Todos los creyentes en Jesucristo formamos la Iglesia de los pobres, y debemos reconocer que ante Dios todos somos pobres. Y si somos pobres, ¿por qué nos resistimos a compartir todo lo que Dios nos ha dado?, ¿Por qué no empezamos a compartir los dones de la fe, la esperanza y el amor? Sólo la relación profunda con Jesucristo nos puede llenar del tesoro del que Él quiere hacernos participar. Una de nuestras pobrezas, muy importante por cierto, es la dificultad de vivir en profundidad el Evangelio y los impedimentos que encontramos para proclamar la salvación. Vivimos inmersos en una sociedad materialista que nos dificulta la relación con Dios y la captación de los valores sobrenaturales, y entonces la vivencia de la fe se nos antoja algo postizo, nada natural y del todo artificioso. Recuerdo hace años, en 1984, una entrevista por televisión con la Madre Cristina Kaufmann, carmelita descalza de Mataró. Aquella buena monja, que murió en 2006, cautivó a la audiencia de todo el país por la naturalidad con la que hablaba de las cosas de Dios; eso era posible porque la Madre Cristina cultivaba una relación profunda con el Señor y tenía de ello una gran experiencia. Vista nuestra realidad, ante Dios somos sordos, mudos, ciegos y cojos. ¿De qué modo podremos ser curados y hacer lo que Él espera de nosotros? Acerquémonos más a Jesucristo, pidamos al Espíritu Santo que intensifique en nosotros la relación con el Señor y pidámosle que nos dé mayor penetración para escuchar y ver lo que nos dice y más audacia y firmeza para proclamar las maravillas que Dios ha realizado en nosotros, como el sordomudo del Evangelio, que una vez curado no paraba de pregonar lo que Jesús había hecho con él. Sólo si permanecemos unidos a Jesucristo, Él nos llenará con su Espíritu hasta rebosar, y el Espíritu será nuestro maestro interior y nos dará intrepidez para hablar y anunciar las maravillas del Señor con alegría. |