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El hijo del hombre ha venido a dar su
vida como rescate por todos
La Palabra de Dios nos presenta la relación entre autoridad y servicio. Una de las tentaciones más atractivas para el ser humano es la del poder, que a veces se disfraza con el vestido de una causa noble. Hay quien ambiciona el poder descaradamente, para su propio provecho, pero también hay quien lo desea bajo el pretexto del bien común, de la ayuda a los necesitados o para salvar una situación de emergencia. Recuerdo que en mi infancia, al empezar el curso escolar, llegaba a casa cargado de libros, preparándome para empezar el colegio; en una ocasión, al verme tan cargado, una tía mía exclamó: «¡Parecéis ministros con tantos libros!»; sin embargo, no se le ocurrió decir: «¡Parecéis maestros!», ¿por qué pensó más en los ministros que en los maestros? Sin duda alguna, porque, en la consideración popular, un ministro es más que un maestro. Pero, si volvemos a su significado originario, veremos que es exactamente al revés: un maestro es más importante que un ministro, no sólo porque los buenos maestros, con su dedicación y enseñanza, con su trabajo en la educación, tienen en sus manos el futuro de una humanidad mejor al transmitir conocimientos y valores a los niños y jóvenes, sino también por el significado mismo de las palabras. En efecto, “ministro” viene del latín “minister”, que significa “el que es menor”, es decir, el siervo; en cambio, “maestro” procede de “magister”, también una palabra latina que significa “el que es mayor”, aquél que está por encima de otro y puede enseñarle. Es indudable que los discípulos consideraban a Jesús superior a todos y a cada uno de ellos; Jesús era “el Maestro” y ellos eran sus discípulos, que se preparaban para ser “ministros”, es decir, siervos de su Reino. Ahora bien, los discípulos tenían una idea equivocada sobre el Reino de Dios y su autoridad, y adolecían de una visión errónea sobre lo que significaba ser ministro, ya que lo consideraban como una plataforma de poder, riqueza, prestigio, protagonismo y fama. ¿Qué les enseñó entonces Jesús? Veámoslo y nos daremos cuenta que también nosotros podemos caer en los mismos errores.
Hemos de agradecer a los evangelistas que nos hayan presentado a los apóstoles y a los discípulos en general tal como eran, con sus luces y sus sombras, sus virtudes y sus defectos: hombres de carne y hueso como nosotros, pecadores necesitados de salvación. Los discípulos de Jesús, como los judíos en general, se imaginaban el Reino de Dios al modo de un imperio gobernado por un rey poderoso que sometería todas las naciones a su autoridad e identificaban este Reino con Israel. Los discípulos reconocían en Jesús al Rey o Mesías que, por razones estratégicas, disimulaba su poder, aunque lo manifestaría pronto. Por eso esperaban tener un puesto de gobierno y, animados por esta expectativa, Santiago y Juan buscan gozar de más favor. ¿Acaso no fueron ellos unos de los primeros llamados por Jesús y no disfrutaron desde el principio, junto con Pedro, de mayor confianza que los demás? Por desgracia, también en la historia de la Iglesia ha habido ambiciones de poder: la autoridad moral de la comunidad de Jesucristo se ha mezclado a menudo con el poder civil, lo cual ha dado pie a muchos malentendidos; y tampoco han faltado quienes, dentro de la Iglesia, han querido hacer valer sus pretendidos derechos o hacer carrera de honores en vez de servir al Evangelio. Hace ya bastantes años vi por televisión un anuncio de una organización benéfica que decía algo así más o menos al mostrar una casa de la institución: «Le enseñamos una casa encantada… de servir». Salvando las distancias, la Iglesia es la casa de Dios, construida con piedras vivas, que ha de estar encantada de servir a la humanidad, porque esta es la misión que Jesucristo nos ha confiado. La enseñanza clave es el mismo estilo de vida de Jesús: «El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos». Que nuestra ambición sea siempre amar y servir a Dios y al prójimo. |