En aquellos días, Pedro dijo a la gente: «El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, al que vosotros entregasteis y rechazasteis ante Pilato, cuando había decidido soltarlo. Rechazasteis al santo, al justo, y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos. Sin embargo, hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia, y vuestras autoridades lo mismo; pero Dios cumplió de esta manera lo que había dicho por los profetas, que su Mesías tenía que padecer.Por tanto, arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados.»
Escúchame cuando te invoco,
Dios, defensor mío;
tú que en el aprieto me diste anchura,
ten piedad de mí y escucha mi oración.
Hay muchos que dicen:
«¿Quién nos hará ver la dicha,
si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?»
En paz me acuesto y en seguida me duermo,
porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo.
Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el justo. Él es victima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero. En esto sabemos que lo conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: «Yo lo conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él.
En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan. Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: «Paz a vosotros.» Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Él les dijo: «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.» Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: «¿Tenéis ahí algo que comer?» Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo: «Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse. Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto.»
La fracción del pan es un signo de la Pascua, una prueba de Cristo resucitado. Fue el argumento decisivo para los discípulos de Emaús, que contaron a los demás su encuentro con el Señor. A Cristo se le reconocía porque partía el pan; en sus divinas manos el pan se compartía y se multiplicaba. Este gesto de sus manos era inconfundible y lleno de sentido. Era como decir: «Os lo entrego todo, me entrego todo. Este pan es mi cuerpo, deseoso de entregarse; éste pan es mi vida, la he recibido para darla. Este pan soy yo, un pan que se parte y se deja comer». La fracción del pan es el núcleo de nuestra celebración eucarística. En la Última Cena, Jesús partió el pan, dándole un significado profundo de presencia y entrega: «Cada vez que vosotros lo hagáis, anunciáis mi entrega hasta la muerte».
Pero el pan partido no es solamente signo de entrega y de muerte, sino también de resurrección: «Proclamamos su resurrección hasta que vuelva», decía San Pablo; «hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios», decía Jesús. En nuestras celebraciones de la Eucaristía vamos dando cumplimiento al Reino de Dios. En las celebraciones de la Misa hacemos presente a Cristo, pero no muerto, sino vivo. Él se hace aquí presente no sólo cuando se entregaba, sino también cuando resucitaba, es decir, cuando amaba con ese amor que vence a la muerte. Naturalmente, sin la Resurrección no podría haber Eucaristía. Sin la Resurrección podríamos acordarnos de Jesús pero no podríamos hacerlo presente. De hecho, cuando Jesús resucita, se hace presente a los discípulos en el marco de una comida gozosa que es para ellos la mejor prueba de su realidad viva. En el Evangelio de hoy vemos que Jesús trata de convencerles con su palabra y con la manifestación de sus manos y pies llagados: «Palpadme», les decía. Pero los discípulos seguían atónitos y les costaba dar crédito a lo que estaban viendo, por eso les dijo: «¿Tenéis algo que comer?». Es la prueba de la comida, de la fracción del pan.
Podríamos decir que las primeras experiencias pascuales se realizaban en torno a la Eucaristía, comentando las Escrituras y partiendo el pan. Cuando los discípulos se reunían para comentar las Escrituras y partir el pan, Cristo resucitado se hacía presente. Estas comidas pascuales son el germen de nuestras celebraciones de la Misa. Fijémonos, por ejemplo, en una de las características de estos encuentros: «Partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría». ¿De dónde sacaban aquellos primeros cristianos este desbordamiento de gozo? No podía ser sólo del recuerdo de la última cena o del recuerdo de la cruz terrible en la que murió el Maestro. Estos recuerdos estaban teñidos de tristeza, de dolor y de melancolía. La razón no puede ser otra que la de una fuerte experiencia de Cristo resucitado, que los dejaba a todos llenos de alegría. El apóstol San Pedro dijo en una ocasión: «Nosotros comimos y bebimos con Él después que resucitó de entre los muertos». Al participar en la Eucaristía, nosotros podemos decir lo mismo. Nuestra celebración de la Eucaristía es, y debe ser siempre, una experiencia de Cristo resucitado, de Cristo que resucita y nos hace resucitar, que vive y nos hace vivir, que nos convierte en sembradores de vida y testigos de resurrección.
Los primeros cristianos aprendieron de Jesús a partir el pan. Lo hacían el primer día de la semana con emoción y alegría; pero éste no era un simple gesto rutinario. Querían evocar y concentrar en él toda la realidad y todo el misterio de Cristo. Si partir el pan significaba mucho para Cristo, también tenía que significar mucho para sus discípulos. ¿Lo significa también para nosotros, cristianos del siglo XXI? Siguiendo esta tradición ininterrumpida, nuestras comunidades cristianas continúan celebrando la fracción del pan. Este gesto nos compromete con el mundo, pues la comunidad que celebra la fracción del pan debe aprender a compartir; los panes partidos son los bienes compartidos. La comunidad que celebra la fracción del pan debe aprender a convivir. Este es el pan de la solidaridad. Los que participan del pan partido se hacen amigos y hermanos, concorpóreos y consanguíneos. Este es el pan de la unidad. Los granos dispersos se funden en uno; los hombres divididos se congregan en el amor. Si comulgas así, nadie debe ser para ti distante o enemigo, pues todos estamos llamados a formar parte de la misma comunión. La comunidad que celebra la fracción del pan debe aprender a servir. Si después de comulgar seguimos siendo cómodos e insolidarios, si sólo nos preocupamos de nuestros problemas e intereses, si ni siquiera vemos al hermano necesitado, tendremos que preguntarnos si nuestras comuniones no sirven más de escándalo que de provecho. Toda comunidad que come del pan partido debe convertirse en fermento de una nueva sociedad; la Eucaristía nos lanza al mundo para que demos testimonio del Evangelio y alentemos en él el Espíritu de Jesucristo. La Eucaristía siempre nos debe tocar y transformar, porque Eucaristía y amor son la misma cosa.