El diálogo entre Jesús y el maestro de la Ley, tal como nos lo describe el Evangelio, es pacífico y amistoso. No vemos en él ninguna controversia ni tampoco observamos en el escriba un afán por poner a prueba a Jesús ni tampoco una doble intención, como en otras ocasiones se ha puesto de manifiesto; por otra parte, la reflexión sobre la Ley de Dios y su sentido más profundo era un terreno común en el que Jesús y sus discípulos se podían encontrar con los escribas y fariseos en un ambiente amable, siempre que hubiera una intención recta y buena como era éste el caso. Tanto es así que, al ver la honradez y la atinada respuesta del maestro de la Ley, Jesús le elogia diciéndole: «No estás lejos del Reino de Dios».
Ante la gran cantidad de preceptos y normas que se habían desarrollado a partir de los diez mandamientos fundamentales, las escuelas rabínicas procuraban poner un orden y establecer prioridades sobre cuál era el más importante, y por eso quieren saber cuál es la opinión de Jesús y qué enseña al respecto. Y Jesús responde con dos textos del libro del Deuteronomio conocidos por los judíos: «El primero es: “Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. El segundo es éste: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” No hay mandamiento mayor que éstos. A partir de aquí, a lo largo de la historia, en el seno de la Iglesia y de la sociedad en que vivimos, que ha nacido de los principios cristianos y ha sido informada por ellos, ha tenido lugar un debate: ¿Qué es más importante: amar a Dios o amar al prójimo? Unos dirán que el fundamento de todo es amar a Dios, y que no puede haber un verdadero amor al prójimo si primero no amamos a Dios; otros, en cambio, afirmarán que el auténtico amor a Dios se demostrará si amamos verdaderamente al prójimo. ¿Cuál de las dos posturas tiene razón?
La respuesta es que ninguna de las dos, porque en realidad, el primer mandamiento que Jesús cita no es amar a Dios o amar al prójimo, sino escuchar: «Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor». Enredados con frecuencia en el debate sobre a quién tenemos que amar primero, no nos damos cuenta que lo primero que Dios nos manda es escuchar. No podemos tener fe si no escuchamos, si no acogemos y hacemos nuestra la Palabra de Dios. Con frecuencia oímos mucho, pero escuchamos poco. Oír, en el sentido de captar sonidos, es fácil; lo difícil es escuchar, es decir, poner interés y hacer nuestro aquello que oímos. Muchas veces lo que nos entra por un oído nos sale por el otro y no llega hasta nuestro corazón y nuestro pensamiento, y de este modo impedimos que la Palabra de Dios transforme nuestra vida. O bien, nos dejamos llevar por los ruidos o por los cantos de sirena del ambiente, corriendo detrás de palabras engañosas. Si no escuchamos tampoco seremos capaces de amar. Y lo primero que tenemos que escuchar es que no hay más que un solo Dios, un solo Señor, y que no hay otro fuera de Él; si realmente lo escuchamos, entonces amaremos a Dios con todo nuestro ser, y nuestro corazón se verá libre para poder amar al prójimo.
Y aquello en lo que creemos es lo que da sentido a nuestra vida y se convierte en objeto de vivencia y proclamación: «Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria; se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado». Con palabras y gestos, de la mañana a la noche, consciente o inconsciente, el hombre proclama su fe y transmite lo que lleva en su interior, pues de la abundancia del corazón habla la boca. Solamente en Dios está la salvación, únicamente Jesucristo nos puede liberar. He aquí por qué es tan necesario que, en medio de tantas voces que oímos y de tantos ruidos que nos aturden, abramos cada día el oído a la Palabra de Dios: «Escucha: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor…». Mientras haya en nuestras vidas otros “señores” a los que demos más importancia práctica que al Señor, no es posible que el corazón, el alma, la mente y el ser se dediquen a Dios, ni es posible tampoco que podamos situar al prójimo por encima de nuestro egoísmo o de intereses vitales a los que a menudo nos vemos obligados a sacrificar toda nuestra existencia. Y es que, al no querer escuchar a Dios, acabamos teniendo que oír el tremendo ruido y la desesperante algarabía que nos vienen del mundo. Si queremos entrar en el Reino de Dios, escuchemos su Palabra y pongamos por obra lo que el Señor nos dice.