En aquellos días, todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, según las costumbres abominables de los gentiles, y mancharon la casa del Señor, que él se había construido en Jerusalén. El Señor, Dios de sus padres, les envió desde el principio avisos por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de su morada. Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas, hasta que subió la ira del Señor contra su pueblo a tal punto que ya no hubo remedio. Los caldeos incendiaron la casa de Dios y derribaron las murallas de Jerusalén; pegaron fuego a todos sus palacios y destruyeron todos sus objetos preciosos. Y a los que escaparon de la espada los llevaron cautivos a Babilonia, donde fueron esclavos del rey y de sus hijos hasta la llegada del reino de los persas; para que se cumpliera lo que dijo Dios por boca del profeta jeremías: «Hasta que el país haya pagado sus sábados, descansará todos los días de la desolación, hasta que se cumplan los setenta años.» En el año primero de Ciro, rey de Persia, en cumplimiento de la palabra del Señor, por boca de jeremías, movió el Señor el espíritu de Ciro, rey de Persia, que mandó publicar de palabra y por escrito en todo su reino: «Así habla Ciro, rey de Persia: "El Señor, el Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra. Él me ha encargado que le edifique una casa en Jerusalén, en Judá. Quien de entre vosotros pertenezca a su pueblo, ¡sea su Dios con él, y suba!"»
Junto a los canales de Babilonia
nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión;
en los sauces de sus orillas
colgábamos nuestras cítaras.
R. Que se me pegue la lengua al paladar
si no me acuerdo de ti.
Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar;
nuestros opresores, a divertirlos:
«Cantadnos un cantar de Sión.» R.
¡Cómo cantar un cántico del Señor
en tierra extranjera!
Si me olvido de ti, Jerusalén,
que se me paralice la mano derecha. R.
Que se me pegue la lengua al paladar
si no me acuerdo de ti,
si no pongo a Jerusalén
en la cumbre de mis alegrías. R.
Hermanos: Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo -por pura gracia estáis salvados-, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él. Así muestra a las edades futuras la inmensa riqueza de su gracia, su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Porque estáis salvados por su gracia y mediante la fe. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios; y tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir. Pues somos obra suya. Nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que él nos asignó para que las practicásemos.
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. l que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. l juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.»
La historia de Israel es una continua manifestación de la misericordia de Dios. También lo es la historia y la vida de la Iglesia. Desde que el Beato Papa Pablo VI fue a Tierra Santa en 1964, inaugurando así los viajes pontificios a los santos lugares, unos viajes delicados ciertamente, ha sido posible avanzar mucho en el camino de la reconciliación entre el Pueblo de Israel y la Iglesia, cuya fe parte de una raíz común. A lo largo de los siglos, entre debilidades e infidelidades por parte de muchos de sus miembros, pero también con el esplendor de la santidad de muchos otros, Israel y la Iglesia han sido testigos de la bondad divina. Todo cuanto se trabaje a favor de la reconciliación de ambos pueblos con los que, como dice san Pablo, Cristo ha querido formar uno solo, será también signo y manifestación de esperanza y misericordia.
Hemos oído en la primera lectura cómo el pueblo de Israel fue castigado por Dios y dispersado entre las naciones como consecuencia de sus pecados. Pero esta tragedia era una purificación y, después de ella, Israel sería restablecido, porque Dios no abandona nunca a su pueblo. ¡Cuán diferente sería la historia de la humanidad si Israel hubiera sucumbido y desaparecido! Ciertamente, nosotros no estaríamos hoy aquí celebrando el memorial de Jesucristo y dando gloria a Dios. Pero a pesar de las debilidades y defecciones humanas, Dios no quiere que el mundo viva en las tinieblas; por eso conduce pedagógicamente la historia hasta el momento de revelarnos plenamente la inmensidad de su amor, que es la vida que nos da en Jesucristo, su Hijo. Esta es la vida eterna que ya desde ahora podemos empezar a gozar, una vida en el amor que transforma nuestra existencia y que no acabará jamás. Y así se realiza lo que Jesús dice a Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna». Podemos decir que quien es cristiano vive como un rey, porque ha sido sentado con Jesucristo en el cielo. Quien se desentiende de la oferta de salvación y de vida hecha por Dios, no sabe lo que pierde. ¡Cuántos hay, por desgracia, que desprecian la fe en Jesucristo y no valoran la vida que Él nos trae! Sin embargo, constatamos que no son felices –aunque a menudo repitan que sí lo son intentando autoconvencerse– y que se sienten totalmente vacíos, ya que han puesto su corazón en falacias y faramallas engañosas. Hoy, el apóstol nos invita a tomar en serio la vida temporal que Dios nos ha dado y en la que seguimos a Cristo en el camino de la cruz para llegar así a la resurrección.
Dios nos ha salvado en Jesucristo porque nos ha creado a imagen de su Hijo. Por tanto, por su misma condición, hay la criatura humana capacidad para la bondad y el bien; una capacidad estropeada por el pecado, pero que Jesucristo restaura, recreando su imagen en nosotros. No siempre las buenas obras hacen bueno al individuo, porque se pueden realizar incluso por un interés egoísta, para conseguir un beneficio o para quedar bien; Jesús criticaba en este sentido la hipocresía de los fariseos. Pero lo cierto es que un individuo bueno hará obras buenas. Dios nos perdona, nos reconcilia con Él por medio de Jesucristo y nos hace buenos para que podamos obrar el bien. ¿Y cuáles son estas buenas obras? Las que brotan del amor y la justicia; por eso el cristiano no puede desentenderse de todo lo que se hace en vistas a conseguir el bien. Seguramente, como cristianos, no tenemos la exclusiva de la bondad, ya que hay muchas personas que no comparten nuestra fe y hacen el bien; pero sí tenemos el conocimiento de cuál es la fuente de la bondad y somos conscientes de beber en ella. Al mismo tiempo, gracias al Evangelio, los cristianos hemos transmitido al mundo qué es el Bien y en qué consiste la Bondad, ya que el mundo, por sí mismo no hubiera sido capaz de descubrirlo. Por eso, obraremos el bien; nos alegraremos de que otros también lo hagan, y colaboraremos con ellos, pues toda obra buena, venga de una iniciativa cristiana o no, es una ocasión que Dios nos ofrece para cooperar a hacer presente su Reino.