En aquellos días, Pedro, lleno de Espíritu Santo, dijo: «Jefes del pueblo y ancianos: Porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre; pues, quede bien claro a todos vosotros y a todo Israel que ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre, se presenta éste sano ante vosotros. Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular; ningún otro puede salvar; bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos.»
Dad gracias al Señor porque es bueno,
porque es eterna su misericordia.
Mejor es refugiarse en el Señor
que fiarse de hombres,
mejor es refugiarse en el Señor
que fiarse de los jefes.
R. La piedra que desecharon los arquitectos
es ahora la piedra angular.
O bien: Aleluya.
Te doy gracias porque me escuchaste
y fuiste mi salvación.
La piedra que desecharon los arquitectos
es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha
hecho,
ha sido un milagro patente. R.
Bendito el que viene en nombre del Señor,
os bendecimos desde la casa del Señor.
Tu eres mi Dios, te doy gracias;
Dios mío, yo te ensalzo.
Dad gracias al Señor porque es bueno,
porque es eterna su misericordia. R.
Queridos hermanos: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.
En aquel tiempo, dijo Jesús: «Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor. Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre.»
Tradicionalmente, el cuarto Domingo de Pascua nos presenta a Jesucristo bajo la imagen del Buen Pastor, una imagen que va inseparablemente unida a la de la oveja perdida: «Tengo otras ovejas que no están en el redil. Tengo que traerlas, y escucharán mi voz». La evangelización de los paganos y la unidad de los cristianos separados, eran ayer los campos casi exclusivos que servían de punto de referencia a esta imagen. Pero hoy se nos presenta una enorme variedad de campos donde ir a buscar las ovejas perdidas. ¿Dónde están esas ovejas alejadas del redil, de las que dice Jesús «las tengo que traer y escucharán mi voz»? ¿Serán viejos militantes cristianos que un día se alejaron desilusionados? ¿Serán esos jóvenes que en su infancia y adolescencia pasaron por las catequesis de Primera Comunión y de Confirmación y que desaparecieron una vez celebrados dichos sacramentos? ¿Serán esos hijos a los que los padres cristianos procuraron transmitir su fe y a los que hoy se les ve tan lejos de la Iglesia? ¿Serán esos activistas ateos que están convencidos de que Dios es un obstáculo para la liberación de los hombres; o la sociedad post-cristiana; o los jóvenes que no ven claro su futuro? En más de una ocasión, Jesús se compadecía de las multitudes, porque las veía como «ovejas sin pastor». Lo cierto es que la parábola del Buen Pastor es un reto a toda actitud pasiva que nos lleva a encerrarnos en nuestro caparazón y nos impide evangelizar. Hay hombres y mujeres lejanos a quienes Dios quiere cercanos. El tema de la increencia nos acucia, y hay que llevar el Evangelio a todos los seres humanos, cumpliendo así el mandato pascual: «Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio».
En algunos ambientes intelectuales se ha especulado mucho acerca del silencio de Dios. Hay quien se pregunta: «Nosotros, los humanos, ¿le importamos o no le importamos a Dios?» La respuesta es clara: ¡Hasta dar su vida por las ovejas le importamos! «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos suyos, ¡y además lo somos!», nos ha dicho san Juan. Lejos de Dios la imagen del asalariado a quien las ovejas le importan un comino. El Señor las conoce, sabe el nombre y la historia personal de cada una de ellas; por eso debemos llevar su Noticia allí donde el mensaje del Evangelio es ignorado o no es bien conocido. «Jesús es la piedra que rechazasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular; ningún otro puede salvar. Y, bajo el cielo, no se ha dado otro nombre que pueda salvarnos», dijo san Pedro a los judíos. Era una osadía, ciertamente, hablar así a una generación israelita de ovejas perdidas que masivamente había rechazado a Jesús; era un atrevimiento enorme; pero las ovejas estaban necesitadas de escucharlo. Nuestra misión en el mundo no es decirle lo que le gusta, sino lo que necesita, aunque no le guste oírlo y resulte impopular. Es muy útil la lección que nos da Pedro, lleno de Espíritu Santo: proclamar en medio de gente incrédula el Señorío de Jesucristo Resucitado.
Y es que el hecho, no ya de la oveja perdida, sino de las noventa y nueve ovejas perdidas como sucede hoy día, está invitándonos al atrevimiento de anunciar claramente a Jesucristo como única vía de salvación. Al ejército innumerable de tullidos que merodean no muy lejos de nuestros templos -desesperanzados, tristes, automarginados, vidas sin horizonte- se le presta un mal servicio haciendo concesiones al secularismo con la organización de actividades que no van al núcleo de la cuestión y no presentan la propuesta de la fe, y con catequesis frías en las que nunca llega el momento de anunciar a Jesucristo, el Señor de la vida, el único que puede dar sentido a nuestra existencia y otorgarnos la vida eterna. En muchas ocasiones nos vemos sumidos en el miedo a no ser creídos sino rechazados, y eso impide que muchas ovejas perdidas lleguen a conocer al Pastor que las haría descansar en verdes praderas, repararía sus vidas en fuentes tranquilas, y las ayudaría a caminar por las cañadas oscuras de nuestro tiempo. Ésta es la misión que nos ha encomendado Cristo: hacer que todos podamos tener vida abundante. Por todo ello, ¿cómo no he de pensar en privado y proclamar en público que «bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos»? Por si no bastara la fuerza que tiene descubrir que somos hijos de Dios, se nos añade el saber que, cuando Jesucristo se manifieste, «seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es». A la luz de la Pascua, la imagen del lobo adquiría una singular viveza para los discípulos: aquella noche de la Pasión había hecho estragos, los había dispersado en la desilusión absoluta; pero Jesús Resucitado había congregado de nuevo al pequeño rebaño de discípulos miedosos. No sé ni me importa qué lobo ha hecho en nuestros días el estrago de llevar a las ovejas a balar y gemir solitarias por los montes; pero lo cierto es que Jesús murió para reunir en un solo rebaño, en un solo pueblo, a los hijos de Dios dispersos.