«Mirad que llegan días oráculo del Señor en que haré con la casa de Israel y la casa de Judà una alianza nueva. No como la alianza que hice con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto: ellos quebrantaron mi alianza, aunque yo era su Señor oráculo del Señor. Sino que así será la alianza que haré con ellos, después de aquellos días oráculo del Señor: Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Y no tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a su hermano, diciendo: Reconoce al Señor. Porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande oráculo del Señor, cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados.»
Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.
R. Oh Dios, crea en mí un corazón puro.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu. R.
Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:
enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti. R.
Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna.
En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: «Señor, quisiéramos ver a Jesús». Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará. Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.» Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.» La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.» Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.
Jesucristo es fiel hasta la muerte en su amor por la humanidad. Al asumir una naturaleza humana, aceptó también tener que morir. La fe cristiana no es una religión masoquista exaltadora del sufrimiento, pero toma la realidad tal como es y como se presenta; y en la realidad en que vivimos es innegable la presencia del dolor, del mal y de la muerte. Ya hace años, mientras conversaba con una persona, ésta me dijo que yo era un “profeta de calamidades”, porque según decía ella, yo acentuaba los aspectos doloristas de la vida. Argumentaba que el cristianismo es un mensaje de esperanza y alegría y que eso era lo que debía predicarse. Yo le respondí que tenía toda la razón, porque la resurrección de Jesucristo nos hace testigos de alegría y esperanza en el mundo; pero que, al mismo tiempo, no podemos olvidar que, antes de llegar a la resurrección, Jesús tuvo que pasar por la experiencia de la cruz y de la muerte. En la medida en que queramos ser sus discípulos y configurarnos a su Evangelio, llegaremos también nosotros a la resurrección por la cruz, no hay otro camino, ya que Él mismo lo dijo: «El que quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y me siga». Por otro lado, pretender silenciar los aspectos negativos de la vida humana, como es el sufrimiento, para intentar hacer una especie de cristianismo “agradable”, ¿no responde más bien a una mentalidad hedonista que busca olvidar el problema para no luchar contra él? ¿No es quizás una gran falta de respeto y consideración hacia tantos millones de personas que en todo el mundo padecen sufrimientos mayores que los nuestros? Nuestra solidaridad se hará patente en la medida en que asumamos la cruz que nos corresponde. Así lo hizo Jesucristo: se solidarizó con los hombres y venció el poder del dolor, del mal y de la muerte enfrentándose a ellos; Dios lo hizo vencedor y lo escuchó por su sumisión y obediencia.
Jesucristo sintió en su vida el peso del pecado de toda la humanidad. Él, que es Dios hecho hombre, experimentó en su condición humana el dolor de todo lo que es contrario a Dios y el sufrimiento más radical que provoca la separación entre el hombre y Dios: la muerte. Nos dice la Carta a los Hebreos que Jesucristo se dirigió con clamores y lágrimas a aquél que podía librarlo de la muerte, pero que aprendió en el sufrimiento a obedecer. Podemos considerar todo lo que representó para el Hijo de Dios hacerse hombre, al Creador Omnipotente hacerse una criatura débil, al Santísimo cargar en su condición mortal los pecados de la humanidad. Podemos meditar lo que representó su oración en Getsemaní, cuando en aquel rato pasó por delante de Él la vida de todos y cada uno de nosotros.
La prueba sólo puede ser superada si nos enfrentamos con ella y la pasamos; quien la esquiva no puede decir que la haya superado. Jesucristo tenía que pasar por la muerte para luchar contra ella y poderla vencer, anulando para siempre su poder en la resurrección. Si Jesucristo no hubiera muerto, su inmortalidad no nos habría servido de nada, pues solamente sería un beneficio exclusivo para Él basado en el privilegio de ser Hijo de Dios; sería como el grano de trigo que permanece infecundo y no da fruto. En cambio, muriendo, es decir, asumiendo nuestra experiencia, puede superar la muerte con su poder y concedernos a nosotros la participación en su inmortalidad por medio de la resurrección. En virtud de este acontecimiento, de su paso de muerte a vida, se establece entre Él y nosotros una comunión que nos lleva a la vida eterna. Muriendo como el grano de trigo, podremos dar fruto. Por su obediencia a la voluntad del Padre, Jesucristo es escuchado y se convierte en fuente de salvación para todos los que le siguen.