Esto dice el Señor: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, en quien me complazco. He puesto mi espíritu sobre él, manifestará la justicia a las naciones. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no la apagará. Manifestará la justicia con verdad. No vacilará ni se quebrará, hasta implantar la justicia en el país. En su ley esperan las islas. Yo, el Señor, te he llamado en mi justicia, te cogí de la mano, te formé e hice de ti alianza de un pueblo y luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la cárcel, de la prisión a los que habitan en tinieblas».
Hijos de Dios, aclamad al Señor,
aclamad la gloria del nombre del Señor,
postraos ante el Señor en el atrio sagrado.
R. El Señor bendice a su pueblo con la paz.
La voz del Señor sobre las aguas,
el Señor sobre las aguas torrenciales.
La voz del Señor es potente,
la voz del Señor es magnífica. R.
El Dios de la gloria ha tronado.
En su templo, un grito unánime: «¡Gloria!»
El Señor se sienta sobre las aguas del diluvio,
el Señor se sienta como rey eterno. R.
En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: «Ahora comprendo con toda verdad que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Envió su palabra a los hijos de Israel, anunciando la Buena Nueva de la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos. Vosotros conocéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él».
En aquel tiempo, el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego». Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco».
La fiesta del Bautismo del Señor marca la transición entre el tiempo de Navidad y Epifanía, que concluye hoy, y el tiempo ordinario que ya se inicia. Con el bautismo en el Jordán, culmina la manifestación de Jesús como Hijo de Dios que hemos celebrado a lo largo del tiempo de Navidad, pero a la vez se nos presenta a un Jesús ya adulto, dispuesto a iniciar su ministerio público. En el bautismo del Señor, Dios Padre manifiesta y certifica, por medio del Espíritu Santo, una vez más, la divinidad de Jesucristo. Si la Navidad era la manifestación de Cristo en el ámbito humilde de Belén, y la Epifanía era la manifestación universal, a todos los pueblos, el Bautismo es la manifestación absoluta y plena de la divinidad de Cristo. Por eso, el Bautismo de Cristo es una epifanía, ya que es una manifestación al mundo, y una teofanía, porque es una manifestación de Dios mismo. Jesús es bautizado por Juan en el Jordán, ungido por el Espíritu Santo y proclamado Hijo de Dios por la voz del Padre desde el cielo. A partir de aquí, Jesús ya puede empezar a llevar a término la misión encomendada por el Padre en medio de los hombres, para anunciar y realizar la salvación.
El sentido del bautismo que Jesús recibe es distinto al del bautismo cristiano. El mismo Juan dice en el Evangelio: «Yo os he bautizado con agua, pero Él os bautizará con el Espíritu Santo». El bautismo de Juan era un bautismo de conversión, una expresión del deseo de cambiar de vida. El hecho de que Jesús se ponga en la cola de los pecadores es un signo más de la encarnación de Dios entre los hombres: Él, que no necesitaba purificación alguna, se identifica con todos aquellos que quieren convertirse. Pero el bautismo que Juan confería, en sí mismo, tan sólo tiene este valor simbólico. Lo importante de la escena es la manifestación divina que se produce en el marco del bautismo de Jesús. Ahora bien, esa manifestación divina hace que el bautismo del Señor se convierta en un obertura de lo que será su obra salvadora, un preludio de su muerte, resurrección y glorificación: su entrada en el agua anuncia su muerte en la cruz y su sepultura, su salida del agua prefigura su resurrección, y el descenso sobre Él del Espíritu Santo con la proclamación del Padre indica lo que sucederá en Pentecostés, cuando el Espíritu sea derramado sobre los creyentes. A partir de ello, nuestro bautismo no se quedará en un mero símbolo, sino que tendrá la fuerza y el valor de ser un sacramento real, que nos hace hijos de Dios y que, por la fuerza del Espíritu Santo, nos incorpora a Cristo muerto y resucitado. En el bautismo de Juan, los hombres expresaban su deseo de conversión; en el bautismo de Cristo, Dios nos otorga la gracia de ser sus hijos, ¿no es esto un don magnífico? Así concluye el tiempo de Navidad, en el que hemos podido profundizar en el hecho de que el Hijo de Dios se hace hombre para que los hombres lleguemos a ser hijos de Dios.
Así pues, el bautismo de Jesús en el Jordán prefigura nuestro propio bautismo, en el sentido de que, así como en aquel momento el Padre certificó la filiación divina de Jesús ungiéndolo con el Espíritu antes de iniciar su misión, también nosotros en el bautismo somos consagrados hijos de Dios en Jesucristo por el Espíritu Santo; el bautismo de conversión se transforma en bautismo de adopción. Por eso debemos pedir siempre a Dios perseverar en la fe bajo su mirada paterna, escuchar atentamente la palabra de Jesucristo y cumplirla con devoción y entrega para poder ser dignos de ser y llamarnos hijos de Dios. Hoy es un día muy apropiado para rememorar nuestro bautismo y considerar que fuimos unidos para siempre a Cristo, para agradecer a Dios el don de ser hijos suyos y también para renovar nuestro compromiso bautismal y vivirlo consecuentemente. ¿Nos damos cuenta de que, como discípulos de Jesucristo, nos tenemos que identificar con Él?