Lectura del libro del Profeta Isaias. En aquel entonces, dijo Isaías: «El Señor me ha dado una lengua experta, para que pueda confortar al abatido con palabras de aliento. Mañana tras mañana, el Señor despierta mi oído, para que escuche yo, como discípulo. El Señor Dios me ha hecho oír sus palabras y yo no he opuesto resistencia ni me he echado para atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba. No aparté mi rostro de los insultos y salivazos. Pero el Señor me ayuda, por eso no quedaré confundido, por eso endureció mi rostro como roca y sé que no quedaré avergonzado».
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"
Al verme se burlan de mí,
hacen muecas, mueven la cabeza:
«Acudió al Señor, que lo ponga a salvo;
que lo libre si tanto lo quiere».
Me acorrala una jauría de perros,
me rodea una banda de malhechores;
me taladran las manos y los pies,
puedo contar mis huesos.
Se reparten mi ropa,
echan a suerte mi túnica.
Pero tú, Señor, no te quedes lejos;
fuerza mía, ven corriendo a ayudarme.
Contaré tu fama a mis hermanos,
en medio de la asamblea te alabaré.
Fieles del Señor, alábenlo; l
inaje de Jacob, glorifíquenlo; témanlo, linaje de Israel.
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses. Hermanos: Cristo, siendo Dios, no consideró que debía aferrarse a las prerrogativas de su condición divina, sino que, por el contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres. Así, hecho uno de ellos, se humilló a sí mismo y por obediencia aceptó incluso la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que, al nombre de Jesús, todos doblen la rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y todos reconozcan públicamente que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre.
"Pasión de nuestro Señor Jesucristo según San Marcos. Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes, con los ancianos, los escribas y el Sanedrín en pleno, se reunieron, y, atando a Jesús, lo llevaron y lo entregaron a Pilato. Pilato le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?» Él respondió: «Tú lo dices.» Y los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Pilato le preguntó de nuevo:«¿No contestas nada? Mira cuántos cargos presentan contra ti.» Jesús no contestó más; de modo que Pilato estaba muy extrañado. Por la fiesta solía soltarse un preso, el que le pidieran. Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los revoltosos que habían cometido un homicidio en la revuelta. La gente subió y empezó a pedir el indulto de costumbre. Pilato les contestó: «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?» Pues sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia. Pero los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás. Pilato tomó de nuevo la palabra y les preguntó:«¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?» Ellos gritaron de nuevo: «¡Crucificalo!» Pilato les dijo: «Pues ¿qué mal ha hecho?» Ellos gritaron más fuerte: «¡Crucificalo!» Y Pilato, queriendo dar gusto a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran. Los soldados se lo llevaron al interior del palacio - al pretorio- y reunieron a toda la compañía. Lo vistieron de púrpura, le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo: «¡Salve, rey de los judíos!» C. Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacaron para crucificarlo. Llevaron a Jesús al Gólgota y lo crucificaron. Y a uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz. Y llevaron a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de «la Calavera»), y le ofrecieron vino con mirra; pero él no lo aceptó. Lo crucificaron y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno. Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: «El rey de los judíos.» Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura que dice: «Lo consideraron como un malhechor.» Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo: Anda!, tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz.» Los sumos sacerdotes con los escribas se burlaban también de él, diciendo: «A otros ha salvado, y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos.» También los que estaban crucificados con él lo insultaban. Al llegar el mediodía, toda la región quedó en tinieblas hasta la media tarde. Y, a la media tarde, Jesús clamó con voz potente: «Eloí, Eloí, lamá sabaktaní.» Que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Algunos de los presentes, al oírlo, decían: «Mira, está llamando a Elías.» Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber, diciendo: «Dejad, a ver si viene Elías a bajarlo.» Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró. El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: «Realmente este hombre era Hijo de Dios.»
Cristo, actuando como un hombre cualquiera, se humilló hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. En estos días de Semana Santa –semana grande– como Iglesia que somos, vamos a revivir la Pasión y Muerte de Cristo. Los santos estallaban en lágrimas de dolor al pensar en la Pasión de Nuestro Señor, ¿y nosotros? Quizás tú y yo presenciamos las escenas como quien las mira en un teatro, pero no las vivimos. Debemos preguntarnos hoy: ¿Cómo me dispongo a vivir estos días santos? No dejemos solo a Jesús en su Pasión, acompañémosle, pongámonos frente a Cristo crucificado, mirando lo que Él ha hecho por nosotros y, con sinceridad, respondamos a esta pregunta: ¿Qué hecho yo por Él? ¡Qué diferencia tan grande entre su amor y el nuestro! A partir de aquí, podemos comprender el amor que debemos sentir por Jesucristo. El centurión romano, viendo cómo moría Jesús, comprendió que era el Hijo de Dios; nosotros, meditando las páginas ensangrentadas del Evangelio, nos aproximamos a comprender la medida del amor de Dios hacia la humanidad.
La liturgia del Domingo de Ramos comienza con la procesión de palmas, que nos recuerda y nos hace revivir la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Cristo es aclamado como Mesías: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo! En medio de la alegría, cuando Jesús se acercó a la Ciudad Santa, lloró sobre ella. Sabe que muchos de los que hoy le aclaman, unos días después, pedirán al Procurador romano su muerte en la cruz; cambiarán los hosannas en maldiciones. Más que el pecado mismo, lo que irrita y ofende a Dios es que los pecadores no sientan dolor alguno de sus pecados. ¡Cuántas veces hemos provocado el llanto de Jesús por la falta de dolor por nuestros pecados! Es necesaria la contrición, el verdadero arrepentimiento para el perdón de los pecados. En una ocasión, un hombre que se confesaba con san Francisco de Sales decía sus pecados como quien recita algo que no le afecta personalmente. El confesor, mientras escuchaba, se estremeció y empezó a llorar. El penitente, sorprendido, le preguntó: «¿Por qué llora?» «Lloro por tus pecados –fue la respuesta–, para que Dios te conceda ver el estado de tu conciencia y tu arrepientas de tus faltas». El penitente dio las gracias san Francisco de Sales y, arrepentido, lloró amargamente. Sólo podremos sentir verdadero dolor de nuestros pecados si ponemos nuestra mirada en Cristo clavado en la Cruz.
La Cruz es el signo y el instrumento del amor reconciliador de Dios, un amor que supera el sufrimiento y la muerte. Los cristianos tenemos la responsabilidad de dar testimonio de que solamente en la Cruz está la verdadera esperanza de una renovación cristiana personal, de la Iglesia y de la sociedad actual. Para ello debemos tomarnos muy en serio el mensaje del Evangelio, que es un mensaje proclamado desde la Cruz; un mensaje contenido en una historia admirable de reconciliación: aquella historia por la que Dios reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su Hijo hecho hombre.
Durante la Semana Santa, en los actos litúrgicos y en los actos devocionales, contemplaremos y viviremos la Pasión del Señor en imágenes que nos llegarán al corazón: Cristo sufriente, Cristo que instituye la Eucaristía como memorial de su Pasión y en ella nos da su cuerpo y su sangre como alimentos de vida eterna, Cristo en la agonía de Getsemaní, Cristo flagelado, Cristo coronado de espinas, Cristo caminando con la Cruz, Cristo crucificado y muerto, Cristo descendido de la Cruz y puesto en los brazos de María, su Madre, Cristo sepultado… Que estos misterios nos muevan al dolor y al desagravio, para abrirnos así a la gloria del Señor.