Moisés habló al pueblo, diciendo: «Pregunta, pregunta a los tiempos antiguos, que te han precedido, desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra: ¿hubo jamás, desde un extremo al otro del cielo, palabra tan grande como ésta?; ¿se oyó cosa semejante?; ¿hay algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego, y haya sobrevivido?; ¿algún Dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre las otras por medio de pruebas, signos, prodigios y guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, por grandes terrores, como todo lo que el Señor, vuestro Dios, hizo con vosotros en Egipto, ante vuestros ojos? Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro. Guarda los preceptos y mandamientos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos después de ti, y prolongues tus días en el suelo que el Señor, tu Dios, te da para siempre.»
La palabra del Señor es sincera,
y todas sus acciones son leales;
él ama la justicia y el derecho,
y su misericordia llena la tierra
R. Dichoso el pueblo que el Señor
se escogió como heredad.
La palabra del Señor hizo el cielo;
el aliento de su boca, sus ejércitos,
porque él lo dijo, y existió,
él lo mandó, y surgió. R.
Los ojos del Señor están puestos en sus fieles,
en los que esperan su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte
y reanimarlos en tiempo de hambre. R.
Nosotros aguardamos al Señor:
él es nuestro auxilio y escudo;
que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti. R.
Hermanos: Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: «¡Abba!» (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con él para ser también con él glorificados.
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.»
¿Por qué hoy en día parece tan difícil hablar de Dios?, ¿por qué Aquél de quien depende nuestra existencia no ocupa en nuestro pensamiento ni en nuestra boca el lugar que le corresponde? Leí hace años, cuando todavía era seminarista, un libro titulado Hablar de Dios resulta peligroso, escrito por Tatiana Goricheva, una profesora universitaria rusa de Leningrado –hoy San Petersburgo–, hija de unos altos funcionarios del Partido Comunista que se convirtió al cristianismo y que, en 1980, tuvo que exiliarse a la Europa occidental para evitar ser deportada a Siberia. En este libro explicaba que hablar de Dios en la antigua Unión Soviética era peligroso porque lo podías perder todo, podías ir a la cárcel e incluso corría peligro tu vida; y que se llevó una amarga sorpresa al descubrir que también era peligroso hablar de Dios en la Europa occidental, porque Dios no estaba de moda, te podían tomar por un fanático o por una especie de reliquia del pasado y verte marginado en muchos ámbitos. En todo caso, se podía hablar del hombre y de los valores humanos. Pero, ¿qué es en realidad el hombre y sus valores sin una referencia explícita y trascendente a Dios? ¿Por qué parece que nuestra sociedad ignore a Dios o no reconozca el lugar que le corresponde? ¿Por qué Dios no cuenta en la vida de muchas personas, incluso de algunas que están bautizadas y se llaman cristianas?
Verdaderamente, hoy cuesta hablar de Dios. Las causas pueden ser diversas: Una puede ser porque la mayoría de los cristianos no se consideran teólogos de oficio ni predicadores profesionales; sin embargo, la más alta teología es la relación con el Señor por medio de la oración sincera y profunda, y eso sólo podrá verse en los mismos gestos de la vida. Otra puede ser porque muchas explicaciones que nos habían dado sobre Dios no nos satisfacen, ya que las consideramos superficiales o alejadas de nuestra vida. Otra puede ser por los altibajos que experimentamos en la vida de fe. Y otra, aún, puede ser porque tendemos a poner a Dios a nuestro servicio, dentro de aquella visión del cristianismo en la que cada cual toma lo que quiere y cuando quiere, según su propio gusto y sus necesidades. Todo ello y otras causas más que podríamos añadir, tienen su raíz en que no amamos a Dios sobre todas las cosas, no confiamos lo suficiente en Él y siempre queremos guardarnos un as en la manga; en que no nos dejamos iluminar por el Espíritu Santo que quiere ayudarnos a comprender, introduciéndonos en el misterio de Dios e infundir en nosotros las palabras apropiadas para dar razón de nuestra esperanza a todo aquél que nos la pida.
Por todo lo dicho hasta ahora, vemos que hay que hablar de Dios y dar testimonio de Él, porque no hay cristiano que esté dispensado de dar razón de la esperanza que hay en él o que debería tener. Nuestros horizontes cristianos sobre el hombre y el mundo no se acaban en lo que tocamos y palpamos, sino que se abren al futuro y no se detienen en nuestro mundo por muy hermoso que sea, ni esperamos un más allá que sea la mera sublimación de nuestros deseos no obtenidos en la vida presente. El más allá en que creemos es Dios, pero no cualquier Dios, hecho a medida, sino el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que se manifiesta en la acción y la autoridad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es esta la fe que da a la vida cristiana lo que le es esencial y propio, ya que la caridad con la que hemos de poner por obra nuestra fe sólo podrá llevar este nombre si es el Espíritu de Amor que procede del Padre y del Hijo quien la mueve. Ya en el Antiguo Testamento, el pueblo de Israel celebraba la grandeza del Señor, el único Dios, porque Él es el Creador del Universo y el Amo absoluto de todo; pero celebraba también su condescendencia y amor hacia los hombres: Dios es el pastor que va a la búsqueda de sus criaturas para ayudarlas, defenderlas del mal y atraerlas hacia Él. Israel lo experimentó muy ampliamente: Dios lo eligió para ser su pueblo, lo sacó de la esclavitud de Egipto con signos admirables, le ofreció su alianza y le concedió el privilegio de oír su voz y de gozar en su presencia. Sin embargo, el nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, goza de unos privilegios todavía mayores, frutos de la encarnación del Hijo de Dios y de su Pasión, Muerte y Resurrección. Con la venida de Jesucristo, Dios nos revela el misterio de su vida íntima y de la perfección y fecundidad de su acto de conocimiento lleno de amor, por medio del cual aquél que es Padre engendra al Verbo y es comunión de la que procede el Espíritu Santo. Y lo más admirable es que Dios entra ya en relación con los hombres no solamente como único Señor y Creador, sino también como Trinidad: el Padre nos ama como hijos en su Hijo único en la comunión del Espíritu Santo. Este privilegio no está reservado a un solo pueblo, sino que se extiende a todos los hombres que aceptan el Evangelio. Por eso Jesucristo nos dio esta gran comisión antes de subir al cielo: «Id por todo el mundo, haced discípulos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñadles aguardar cuanto os he dicho».