Hijo, actúa con humildad en tus quehaceres, y te querrán más que al hombre generoso. Cuanto más grande seas, más debes humillarte, y así alcanzarás el favor del Señor. «Muchos son los altivos e ilustres, pero él revela sus secretos a los mansos». Porque grande es el poder del Señor y es glorificado por los humildes. La desgracia del orgulloso no tiene remedio, pues la planta del mal ha echado en él sus raíces. Un corazón prudente medita los proverbios, un oído atento es el deseo del sabio.
Los justos se alegran,
gozan en la presencia de Dios,
rebosando de alegría.
Cantad a Dios, tocad a su nombre;
su nombre es el Señor.
R. Tu bondad, oh, Dios,
preparó una
casa para los pobres.
Padre de huérfanos, protector de viudas,
Dios vive en su santa morada.
Dios prepara casa a los desvalidos,
libera a los cautivos y los enriquece. R.
Derramaste en tu heredad, oh, Dios, una lluvia copiosa,
aliviaste la tierra extenuada;
y tu rebaño habitó en la tierra
que tu bondad, oh, Dios,
preparó para los pobres. R.
Hermanos: No os habéis acercado a un fuego tangible y encendido, a densos nubarrones, a la tormenta, al sonido de la trompeta; ni al estruendo de las palabras, oído el cual, ellos rogaron que no continuase hablando. Vosotros, os habéis acercado al monte Sion, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a las miríadas de ángeles, a la asamblea festiva de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos; a las almas de los justos que han llegado a la perfección, y al Mediador de la nueva alianza, Jesús.
Un sábado, Jesús entró en casa de uno de los principales fariseos para comer y ellos lo estaban espiando. Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les decía una parábola: «Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y venda el que os convidó a ti y al otro, y te diga: “Cédele el puesto a este”. Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: “Amigo, sube más arriba”. Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido». Y dijo al que lo había invitado: «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos».
Participar en una misma mesa es signo de fraternidad y comunión. Jesús, a quien en otras ocasiones hemos visto enfrentado con los fariseos, acepta la invitación de uno de ellos y pone así de manifiesto que para él no hay acepción de personas. Al participar en aquel ágape, Jesús reconocía los valores de los fariseos y aprovechaba la oportunidad de exponer su enseñanza, una lección práctica sobre dos virtudes siempre olvidadas: la humildad y la generosidad desinteresada.
Jesús observa como los invitados escogían los puestos importantes, y con ironía se ríe de la vanidad de quienes desean figurar. A menudo, los invitados importantes acostumbran a llegar en el momento justo o un poco más tarde; no han de preocuparse, pues tienen su sitio asegurado y si, al llegar, algún incauto o vanidoso ha sido imprudente y se ha sentado ahí, tendrá que cederle el puesto e ir a uno de los últimos asientos mientras queda en evidencia. En la enseñanza sobre las situaciones ridículas en las que nos puede poner el orgullo, Jesús se eleva del nivel humano para poner su atención en el orden divino: Dios aprecia la humildad, porque Él mismo ha hecho de las cosas sencillas la manifestación y el signo de su amor hacia los hombres. Quien es humilde reconoce y valora sus cualidades y virtudes como un don de Dios para servir y amar más a los hermanos. El humilde ve su pequeñez y contempla como sin Dios no sería nada. En el Reino no entrarán ni ocuparán los primeros puestos los soberbios que pretenden que Dios reconozca sus méritos, sino los humildes, que saben que dependen en todo de Dios, porque el Señor «derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes», como muy bien expresó la Bienaventurada Virgen María en el Magníficat.
Jesucristo nos advierte igualmente contra otro peligro: convertir la generosidad en un mercado de compra-venta: te doy para que me des, te invito para que me invites, estás invitado pero trae un buen regalo. El Evangelio no pretende ir contra los convites y las reuniones familiares, sino atraer la atención para que no busquemos recompensa y satisfacción en este mundo, al mismo tiempo que nos llama para que nuestra generosidad recuerde también a los que no cuentan y en los que nadie piensa. La generosidad humana debe ser un reflejo de la divina. ¿Quieres ser invisible? Hazte pobre y nadie te verá, porque no interesarás a nadie. En época de elecciones exclamaba un usuario de un comedor benéfico de las Misioneras de la Caridad: «Aquí no vienen los políticos a hacer campaña». Hace ya unos años, el Hermano Adrián, trabajador infatigable por la causa de los marginados, escribía: «En los medios aparecen personas que quieren ser la crema de la sociedad, personas ricas y famosas; pero yo tengo amigos que no son la crema, gente olvidada por todos: drogadictos, delincuentes, prostitutas, vagabundos, indigentes; personas que no cuentan para nada, pero que son capaces de gestos de gran humanidad». Últimamente hemos visto agudizarse el problema de la inmigración y de los refugiados. No entraré en detalles concretos, pero sí en los interrogantes que eso nos plantea: estamos ante un colectivo enorme de huéspedes incómodos que nadie ha invitado, pero que huyen de una gran tragedia, de un inmenso horror y que tienen derecho a reclamar una vida digna para ellos y sus familias. No son los árabes de Marbella, amos del petróleo y a quienes todo el mundo mira con gran consideración, sino personas que en su país tampoco eran la crema y que se han visto obligadas a emigrar para buscar mejores condiciones; nos resulta difícil compartir con ellas nuestros recursos, pero tampoco podemos desentendernos. Ante situaciones así, tan complicadas como queráis, ¿qué esfuerzo de conversión y de cambio de mentalidad sobre el bienestar deberíamos hacer para que puedan sentarse a la mesa aquellos a quienes nadie invita? ¿Qué esfuerzo de conversión tendríamos que proponerles para que, sentados con nosotros en la misma mesa, también ellos puedan generar nuevos recursos que beneficien a otros y todo se comparta mejor? Eso sólo será posible si nos abrimos al Espíritu Santo y nos dejamos guiar por la pedagogía de Jesús, que comporta la cruz.
No esperemos vernos pagados en este mundo, ni consideremos injusto el no vernos complacidos por aquellos a quienes hemos invitado o favorecido, especialmente si cuentan con menos recursos que nosotros. Dios nos ha dado a manos llenas la vida en Jesucristo, el perdón y la reconciliación y, por mucho que hagamos, nunca podremos pagarlo ni agradecerlo bastante. Que nuestra generosidad esté motivada por un deseo de amar y hacer felices al prójimo.