Así dice el Señor todopoderoso: «¡Ay de los que se fían de Sión y confían en el monte de Samaria! Os acostáis en lechos de marfil; arrellanados en divanes, coméis carneros del rebaño y terneras del establo; canturreáis al son del arpa, inventáis, como David, instrumentos musicales; bebéis vino en copas, os ungís con perfumes exquisitos y no os doléis del desastre de José. Pues encabezarán la cuerda de cautivos y se acabará la orgía de los disolutos.»
Él mantiene su fidelidad perpetuamente,
él hace justicia a los oprimidos,
él da pan a los hambrientos.
El Señor liberta a los cautivos.
R. Alaba, alma mía, al Señor.
El Señor abre los ojos al ciego,
el Señor endereza a los que ya se doblan,
el Señor ama a los justos,
el Señor guarda a los peregrinos. R.
Sustenta al huérfano y a la viuda
y trastorna el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente,
tu Dios, Sión, de edad en edad. R.
Hombre de Dios, practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza. Combate el buen combate de la fe. Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado, y de la que hiciste noble profesión ante muchos testigos. En presencia de Dios, que da la vida al universo, y de Cristo Jesús, que dio testimonio ante Poncio Pilato con tan noble profesión: te insisto en que guardes el mandamiento sin mancha ni reproche, hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo, que en tiempo oportuno mostrará el bienaventurado y único Soberano, Rey de los reyes y Señor de los señores, el único poseedor de la inmortalidad, que habita en una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver. A él honor e imperio eterno. Amén.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico, y lo enterraron. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritó: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”. Pero Abrahán le contestó: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males,: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros”. El rico insistió: “Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento.”» Abrahán le dice: «Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen». El rico contestó: «No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán». Abrahán le dijo: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto».
La Palabra que hoy nos dirige Dios nos exhorta a considerar las tremendas consecuencias de una vida relajada y frívola. En nuestro mundo no faltan personas con recursos materiales que se entregan a la molicie y el lujo, preocupadas por sacarle a la vida todo el jugo que ésta les pueda dar, mientras se olvidan del prójimo y sus necesidades. El profeta Amós, que vivió en una época de la historia de Israel de una gran bonanza económica que sólo beneficiaba a unos pocos y de una gran decadencia moral, nos presenta a los poderosos e influyentes apoltronados en sus divanes, bebiendo y cantando, sin preocuparse de un país que se iba a la ruina. En este contexto, Amós profetiza que irán al exilio y que pronto acabará el desenfreno que caracteriza su vida. La profecía se cumplió al cabo de treinta años, cuando los asirios conquistaron Samaria, deportaron a la población y acabaron con el reino de Israel; solamente Judá sobrevivió un siglo y medio más. Este acontecimiento tan triste y dramático será una de las muchas lecciones que da la historia sobre la ruina social y política que causa la decadencia moral. Nuestra época y nuestra sociedad, ¿sabrán aprovechar esta lección o repetirán la historia? Porque parece ser que la actual civilización del bienestar no lo acaba de entender.
Pero hay una reflexión más importante: la vida que se encierra en los estrechos horizontes de los placeres terrenos es por sí misma negación de la fe, impiedad y ateísmo práctico con el consiguiente desinterés respecto a las necesidades de los demás; dicho brevemente: es el camino que lleva a la ruina en el tiempo y en la eternidad. Este aspecto está muy bien ilustrado en el Evangelio con la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro. A simple vista, el pecado del rico Epulón parece consistir en su excesiva afición al lujo, a la buena mesa y a una vida regalada; pero, profundizando un poco más, podremos descubrir en él un desinterés absoluto hacia Dios y el prójimo. Todos sus pensamientos y preocupaciones se limitan a banquetear espléndidamente a diario, despreocupado totalmente del pobre Lázaro que yace desfallecido en su portal. Esta parábola es la antítesis de la del administrador astuto que escuchábamos el domingo pasado: mientras que el administrador, al verse en peligro, se da cuenta de la necesidad de hacer amigos y dedica tiempo y dinero a ganarse el afecto de los deudores de su amo, el rico no se da cuenta de nada, solamente vive centrado en sí mismo, no se interesa por el pobre y no ve que su propia vida peligra; para él está muy lejos la enseñanza de Jesús que escuchábamos hace unos domingos: «Invitad a los pobres que no os pueden corresponder. Haceos ricos ante Dios». En definitiva, el rico Epulón no tenía más dios que a si mismo.
Morir igualó al rico y al pobre, pero lo que vino después no fue igual, como tampoco era igual lo que habían vivido antes. A Lázaro, los ángeles se lo llevaron al seno de Abraham, mientras que el rico fue sepultado y se hundió en los tormentos. Talis vita, finis ita, decían los clásicos: Así fue la vida, así fue el final. En el diálogo que sigue entre Epulón, abrasado por la sed, y Abraham se subraya la inexorable fijación del destino eterno, que se corresponde por otra parte con la posición que cada cual tome en la vida presente: quien crea en Dios y confíe en Él tendrá en el Señor el gozo y la vida eterna; quien sólo viva para buscar el placer y su provecho, como si Dios no existiera y olvidándose de los demás, quedará eternamente separado de Dios y del prójimo a quienes no ha amado. No pensemos, sin embargo, que esta historia es sólo una dialéctica ente los ricos y los pobres de aquel tiempo que Jesús usó para aleccionar a sus contemporáneos, sino que se trata también de un mensaje muy serio e importante para nosotros. ¿Os habéis fijado que Epulón le dice a Abraham que, dado que él ya no tiene remedio, al menos envíe a Lázaro para advertir a sus cinco hermanos? Pues bien, nosotros somos estos hermanos del rico Epulón, nosotros que somos advertidos y amonestados por la Palabra de Dios. A nosotros nos dirige Jesús su mensaje; cada domingo escuchamos a Moisés y a los profetas; cada domingo escuchamos y vemos a Jesucristo, resucitado de entre los muertos, ¿le hacemos caso? Ojalá escuchéis la voz del Señor, ¡no endurezcáis vuestros corazones.