En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: «Dos hombres subieron
al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás:
ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, se quedó atrás y
no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que éste bajó a su casa
justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.”
Llevamos unos cuantos domingos en que la Palabra de Dios nos remarca cuán fundamental es la oración en la vida del cristiano y nos enseña las cualidades
de la oración sincera que brota de la fe: es confiada, perseverante, llena de amor y humilde. Hoy, el Evangelio enfatiza la humildad, virtud que, a la luz de la
gracia divina, nos hace ver y valorarnos tal como somos, descubriendo nuestras limitaciones, pero también las cualidades que Dios ha depositado en cada uno de
nosotros y lo mucho que Él nos ama. Estará bien que hoy profundicemos en la relación existente entre oración y humildad y que veamos, por tanto, el valor de
nuestra vida ante Dios.
Quienes buscan trabajo, procuran presentar un
currículum brillante y tener buenas recomendaciones. En las necrológicas de los periódicos acostumbran a figurar los cargos y títulos ostentados por los difuntos
durante su vida. Todo ello, en sí, no es bueno ni malo, todo dependerá de cómo exprese la verdad y no sea signo de soberbia. El 10 de abril de 1989 se celebraron
los funerales de la última representante de la realeza austríaca, la ex-emperatriz Zita de Borbón y Parma, en ellos tuvo lugar una escena curiosa, propia del
ritual con el que se realizaban las exequias de los nobles del Imperio Austro-húngaro; a esta escena, que mencionaré acto seguido, le podemos encontrar una
aplicación a nuestra vida. La comitiva, con el féretro, llega a la iglesia de los PP. Capuchinos de Viena y el jefe de protocolo golpea tres veces la puerta
cerrada. «¿Quién quiere entrar?», pregunta el sacerdote desde el interior. Le responden: «Su Majestad Imperial Zita, emperatriz de Austria, reina de Hungría,
duquesa de Moravia –y podéis seguir añadiendo títulos–». «No la conocemos», contesta el sacerdote, y la puerta sigue cerrada. Por segunda vez se repite la misma
pregunta con las mismas respuestas. Por tercera vez se reitera la escena y a la pregunta «¿Quién quiere entrar?», responden: «Zita, una pobre pecadora». En ese
momento se abren las puertas de la iglesia de par en par para que entren la comitiva y el féretro. Al ponernos ante Dios, debemos hacerlo con una gran humildad. Al
empezar la celebración de la Eucaristía, pedimos perdón al Señor en el acto penitencial y ésta es nuestra primera oración: Sería inútil presentarnos ante él con
una lista de méritos y derechos que pretendemos reclamar, ya que la única manera de ponernos en su presencia es con un corazón contrito mientras esperamos su
piedad. Dios, mucho mejor que nosotros mismos, nos conoce a fondo y, a pesar de nuestras debilidades, nos ama hasta el extremo, porque quiere que nos convirtamos y
lleguemos a la vida. Cuando nos arrepentimos sinceramente y confesamos nuestros pecados, entonces Él nos abraza y nos da la bienvenida.
Por eso, nuestro encuentro con Jesucristo es la presencia de la
miseria humana ante la misericordia divina. Al escuchar esta parábola, podemos caer en la tentación de despreciar al fariseo y sentir simpatía hacia el publicano;
ahora bien, ¿no es eso también un juicio de los muchos que hacemos sobre las personas? ¿Cómo somos capaces de juzgar a nadie cuando en realidad necesitamos es
pedir perdón a Dios? Simpatizamos con el publicano, pero, ¿cuántas veces hemos actuado como el fariseo, creyéndonos mejores que los demás? Posiblemente, ¿no
habremos usado también las faltas del prójimo como podio para subirnos y cantar nuestras excelencias? Es lo que hacía el fariseo de la parábola:
«¡Oh
Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano.
Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo», utilizaba los pecados de
los demás para ensalzar su pretendida virtud, y eso también es miseria humana. El fariseo y el publicano coincidieron orando en el templo, pero no formaron
comunidad y se sintieron distanciados mutuamente; Jesucristo nos llama hoy y cada domingo a encontrarnos con Dios a través de Él y a formar comunidad, superando
toda desigualdad y creando vínculos de unión. Al venir a la Iglesia para celebrar la salvación de Dios, nunca tendríamos que olvidar esta verdad y pensar que, al
encontrarnos con el Señor, se produce un encuentro de su misericordia con nuestra miseria. Si la vida cristiana es comunión con Jesucristo, ¿no tendríamos que
desterrar cualquier fariseísmo?, ¿no tendríamos que ser más piadosos, más pacientes, más comprensivos y benévolos, más humildes en definitiva? Al rezar el
Padrenuestro pedimos perdón por nuestras ofensas y nos comprometemos a perdonar a quienes nos han ofendido. Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor, no endurezcáis
vuestros corazones.
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