Señor, el mundo entero es ante ti como un grano en la balanza, como gota de rocío mañanero sobre la tierra. Pero te compadeces de todos, porque todo lo puedes y pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste; pues, si odiaras algo, no lo habrías creado. ¿Cómo substituiría algo, si tú no lo quisieras?, o ¿cómo se conservaría, si tú no lo hubieras llamado? Pero tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida. Pues tu soplo incorruptible está en todas ellas. Por eso corriges poco a poco a los que caen, los reprendes y les recuerdas su pecado, para que, apartándose del mal, crean en ti, Señor.
Te ensalzaré, Dios mío, mi rey;
bendeciré tu nombre por siempre jamás.
Día tras día, te bendeciré
y alabaré tu nombre por siempre jamás.
R. Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey.
El Señor es clemente y misericordioso,
lento a la cólera y rico en piedad;
el Señor es bueno con todos,
es cariñoso con todas sus criaturas. R.
Que todas tus criaturas te den gracias, Señor,
que te bendigan tus fieles.
Que proclamen la gloria de tu reinado,
que hablen de tus hazañas. R.
El Señor es fiel a sus palabras,
bondadoso en todas sus acciones.
El Señor sostiene a los que van a caer,
Endereza a los que ya se doblan. R.
Hermanos: Oramos continuamente por vosotros, para que nuestro Dios os haga dignos de la vocación y con su poder lleve a término todo propósito de hacer el bien y la tarea de la fe. De este modo, el nombre de nuestro Señor Jesús será glorificado en vosotros y vosotros en él, según la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo. A propósito de la venida de nuestro Señor Jesucristo y de nuestra reunión con él, os rogamos, hermanos, que no perdáis fácilmente la cabeza ni os alarméis por alguna revelación, rumor o supuesta carta nuestra, como si el día del Señor estuviera encima.
En aquel tiempo, Jesús entró en Jericó e iba atravesando la ciudad. En esto, un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de ver quién era Jesús, pero no lo lograba a causa del gentío, porque era pequeño de estatura. Corriendo más adelante, se subió a un sicomoro para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y le dijo: «Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa». Él se dio prisa en bajar y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban diciendo: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador». Pero Zaqueo, de pie, dijo al Señor: «Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más». Jesús le dijo: «Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».
Parece como si la narración evangélica de hoy fuese la concreción y el cumplimiento del mensaje de la parábola del fariseo y el publicano, que leímos el domingo pasado. Con humildad y sinceridad de corazón, el publicano oraba así en su interior: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador»; y hoy contemplamos como Jesucristo perdona y rehabilita a un pecador que, en este caso, es precisamente el jefe de los publicanos de Jericó, Zaqueo, un hombre rico y con gran poder e influencia social en su ciudad, pero odiado y despreciado por sus vecinos, que se sienten extorsionados por él. El perdón divino provoca en Zaqueo la conversión y el cambio de vida: he aquí una de las originalidades del Evangelio: el perdón de Dios es gratuito; Dios no nos perdona a causa de nuestra conversión, ya que no podemos comprar su amor y su perdón, sino al revés, es la misericordia de Dios la que nos mueve al agradecimiento y a dar una respuesta.
Como aquella vez, Jesús, en su camino hacia Jerusalén, pasaba por Jericó, hoy y a diario, Jesús pasa por nuestra vida y nos llama por nuestro nombre. Zaqueo no había visto nunca a Jesús, había oído hablar de Él y sentía curiosidad por saber quien era aquel maestro tan famoso de quien todo el mundo hablaba. Jesús, en cambió, sí conocía a Zaqueo, porque Él era su creador y lo amaba desde la eternidad; Zaqueo era un hombre, y por él también el Hijo de Dios se hizo hombre, por su salvación. Jesús conocía las miserias de la vida de Zaqueo, una vida poco ejemplar, sabía cómo se había enriquecido y cómo lo odiaban y marginaban sus paisanos. Jesús pasó por Jericó para sacar a Zaqueo de aquel pozo, y el encuentro del Maestro con el publicano cambió radicalmente la vida de éste. Después de escuchar este Evangelio, piensa cómo Dios te brinda hoy una oportunidad que no debes desaprovechar: Jesucristo pasa hoy por tu vida y te llama por tu nombre, porque te ama y te quiere salvar, ¿en qué pozo te ves atrapado? Al igual que Zaqueo subió a un árbol para ver a Jesús, sube tú ahora con Jesús al árbol de la cruz y sabrás quién es Él, conocerás así la inmensidad de su amor. Tal como dice el salmo 95 en una frase que me gusta repetir de vez en cuando: «Ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones».
La alegría inunda el corazón de Zaqueo cuando Jesús le dice que se alojará en su casa. El Maestro no elige el hogar de un hombre religioso y cumplidor de la Ley para hospedarse, sino la casa de un pecador. Se explica de la vida de un starets -un maestro espiritual- ruso que, ante las casa de la gente religiosa, echaba piedras contra la fachada y profería gritos espantosos; en cambio, ante las casas de los pecadores, se ponía a llorar ante un rincón de la fachada, mientras tocaba la pared con sus brazos abiertos, como si quisiera abrazar aquella casa. Todos lo tomaban por loco, pero en una ocasión un individuo se atrevió a preguntarle que significaba todo aquello y por qué lo hacía. «El demonio asedia las casas de los hombres religiosos para hacerlos caer en la tentación -respondió el starets- por eso procuro alejarlo tirándole piedras y asustándole con mis gritos, para que no entre en las casas de la gente de bien; en cambio, lloro ante las casas de los pecadores, por su desdicha si no son capaces de conocer a Dios y convertirse». Yendo a casa de Zaqueo, Jesús cumple su programa: «No son los sanos, sino los enfermos, quienes necesitan al médico. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores». Zaqueo se había dejado deslumbrar por las riquezas, porque pensaba conseguir con ellas felicidad y muchos amigos. Pero su modo injusto de enriquecerse y sus frecuentes y repetidas estafas le llevaron a vivir una situación insoportable de soledad, angustia y remordimiento. Las circunstancias de la vida le hicieron comprender que se había equivocado, y el encuentro con Jesús le dio coraje para dar un vuelco: la vida no puede basarse en el deseo de acaparar, sino en querer compartir; no se puede fundamentar en la rapiña, sino en la justicia: esto es lo que significa dar la mitad a los pobres y restituir cuatro veces más a los defraudados. La conversión de Zaqueo no se queda en un sentimiento emotivo de agradecimiento a Jesús, sino que se manifiesta en consecuencias y obras prácticas que le llevan al amor y a la justicia. ¿Hacemos nosotros lo mismo?