PRIMERA LECTURA
Toda persona está inscrita en el registro de dos mundos distintos. Uno es el mundo presente, la tierra que pisamos y el aire que respiramos, un mundo pasajero, sellado por el límite y la caducidad. El otro es el mundo en el que reina el siempre y la infinitud, el mundo futuro al que el hombre y la historia se encaminan. Lo interesante es que ambos mundos no sólo se suceden cronológicamente, sino que también se entrecruzan y entrelazan en la vida de los hombres. En el mundo presente no podemos dejar de pensar en el futuro, y en el mundo futuro no se podrá olvidar el presente. Las vicisitudes de la historia, sus conflictos y sus penas nos remiten inexorablemente hacia el futuro. La dicha y la plenitud del mundo futuro solicitarán nuestro interés para que todos los hombres y mujeres de este mundo puedan alcanzarlas. Como ciudadanos del presente hemos de estar ocupados y dedicados a la tarea del progreso, de la justicia, del avance en humanismo y en solidaridad, del crecimiento en virtudes y valores. Como ciudadanos del futuro hemos de mirar por la instauración del Reino de Cristo y por la santidad de los cristianos. El presente en que vivimos es tarea de elección y de renuncia, el futuro será tiempo de posesión y de gozo. El presente es tiempo de ideales y de realizaciones, el futuro será de encuentro y de intimidad. El presente es tiempo de constancia en la lucha, el futuro será de descanso en la paz. El presente es tiempo de esperanza en la fe y en el amor, el futuro será de triunfo pleno del amor perfecto. Dos mundo distintos, pero no distantes, sino unidos en el corazón del hombre. Dos mundos en los que el cristiano ha de vivir al máximo, haciendo honor a su nombre.
En este mundo no siempre brilla con todo su esplendor la luz de la justicia, pues hay también mucha tiniebla de injusticia. Y por eso al hombre honrado y bueno le acecha la tentación de decir: «¡Es inútil servir a Dios! ¿Qué ganamos con guardar sus mandamientos?» Esta tiniebla de injusticia no es propia solamente de la época del Antiguo o del Nuevo Testamento, continúa siendo actual en nuestro tiempo. ¿No hay acaso mucha gente convencida del triunfo del mal sobre el bien? ¿No hay quienes atemorizan a la gente, sobre todo sencilla y sin mucha cultura, hablando de revelaciones recibidas sobre que el fin del mundo está por llegar? ¿No abundan falsos profetas y doctores, que merodean aquí y allá enseñando doctrinas erróneas? La revelación de Dios, recogida en los textos litúrgicos de este domingo, nos recuerda: «Dios hará brillar la luz de la justicia». Esa luz puede ser que ya comience a brillar en este mundo, pero ciertamente el sol de justicia irradiará sus rayos de luz en el mundo futuro. El cristiano, en medio de las injusticias y de las persecuciones, ha de mantenerse tranquilo, paciente y en una paz grande, porque Dios intervendrá a su tiempo. «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas», nos dice Jesús.
Entre Pentecostés y el final de la historia está el tiempo de la Iglesia. Esta Iglesia que tiene ya veintiún siglos de historia, que vive el presente tratando de ser fiel a su Fundador, y que mira al futuro con esperanza. Jesucristo a esta Iglesia no le ha ahorrado tribulaciones. Pero tampoco ha sido parco con Ella en consolaciones. En su historia pasada y presente vemos una innumerable fila de hombres y mujeres fieles a su Señor, y juntamente defecciones, falsos maestros, apostasía, traición. A lo largo de los siglos, en muchos lugares donde no había paz, los cristianos santos han sembrado paz y concordia entre los hombres. Pero también ha habido cristianos, en esos mismos siglos, que han esparcido discordia, guerra, revolución, desavenencias en la familia, en los grupos humanos y entre las naciones. El tiempo de la Iglesia ha sido y continuará siendo así hasta el final: tiempo de tribulación, y tiempo de consolación y paz. ¡Esta es la Iglesia en que vivimos, a la que amamos, y en la que trabajamos por el Reino de Dios!
Debemos vivir el presente como quienes ya hubieran recorrido el camino de la vida y se hallaran en el mundo futuro; las perspectivas y el modo de vivir el presente serían entonces muy diversos. Desde la eternidad, ¿cómo hubiese querido vivir el día de hoy, esta situación familiar, este momento personal de crisis, esta relación afectiva, este ambiente en el trabajo? Ese futuro crea una distancia entre nosotros y nuestro presente, y al crear distancia nos permite ver las cosas con mayor paz y objetividad. Ese futuro nos mete en el mundo de Dios y así nos otorga el poder de pensar en las diversas situaciones del presente y de la vida con el mismo modo de pensar de Dios.