Esto dice el Señor, que abrió camino en el mar y una senda en las aguas impetuosas; que sacó a batalla carros y caballos, la tropa y los héroes: caían para no levantarse, se apagaron como mecha que se extingue. «No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino en el desierto, corrientes en el yermo. Me glorificarán las bestias salvajes, chacales y avestruces, porque pondré agua en el desierto, corrientes en la estepa, para dar de beber a mi pueblo elegido, a este pueblo que me he formado para que proclame mi alabanza».
Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sion,
nos parecía soñar:
la boca se nos llenaba de risas,
la lengua de cantares.
R. El Señor ha estado grande con
nosotros,
y estamos alegres.
Hasta los gentiles decían:
«El Señor ha estado grande con ellos».
El Señor ha estado grande con nosotros,
y estamos alegres. R.
Recoge, Señor, a nuestros cautivos
como los torrentes del Negueb.
Los que sembraban con lágrimas
cosechan entre cantares. R.
Al ir, iba llorando,
llevando la semilla;
al volver, vuelve cantando,
trayendo sus gavillas. R.
Hermanos: Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en él, no con una justicia mía, la de la ley, sino con la que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe. Todo para conocerlo a él, y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, con la esperanza de llegar a la resurrección de entre los muertos. No es que ya lo haya conseguido o que ya sea perfecto: yo lo persigo, a ver si lo alcanzo como yo he sido alcanzado por Cristo. Hermanos, yo no pienso haber conseguido el premio. Solo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, hacia el premio, al cual me llama Dios desde arriba en Cristo Jesús.
En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?». Ella contestó: «Ninguno, Señor». Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».
El episodio de la mujer adúltera representa el encuentro de la miseria humana con la misericordia divina: la miseria personificada en la mujer pecadora y también en sus acusadores, que pretenden pasar por justos y tender una trampa a Jesús; la misericordia divina, encarnada en Cristo, que conoce a fondo el corazón humano, que viene a salvar y no a condenar, y está siempre dispuesto a acoger los débiles y a perdonar a cuantos se abren al perdón de Dios.
Ciertamente, el pecado de aquella mujer era gravísimo. El adulterio es una ofensa contra Dios, que ha establecido la solidez del amor conyugal como signo de la Alianza que Él ha hecho con su pueblo y como participación del hombre y la mujer en su amor. Por lo tanto, el pecado de aquella desdichada no era algo banal. Hoy día, en que tanto se trivializa el matrimonio y se presenta la vida de pareja desde la perspectiva egoísta de los intereses individuales, no estará de más pensar en la gravedad de un pecado que mina la confianza entre el hombre y la mujer y socava los cimientos de la familia. Pero al mismo tiempo, Jesús también sabe que, la mayor parte de las veces, este pecado se comete más por debilidad que por maldad. La mujer había sido sorprendida en adulterio, sin embargo, ¿dónde estaba el compañero de adulterio? ¿Por qué la mujer se ve acusada y el hombre no? ¿Por qué se pasan por alto las faltas de unos mientras que a otros no se les transige ni el más mínimo error? ¿Acaso no cometían igualmente pecado los que acusaban a la mujer al obrar con discriminación e injusticia a la hora de aplicar la ley? Si las piedras que llevaban en sus manos pudieran hablar de los pecados de sus portadores, seguramente explicarían muchas historias; mejor era tirarlas al suelo e irse. Hoy, Jesús continúa diciéndonos: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». ¿Por qué vemos los pecados de los otros y somos ciegos ante nuestras culpas? Acusas a tu hermano, ves sus defectos o te los inventas, murmuras contra él, lo criticas y lo condenas, lo estigmatizas con tu juicio inmisericorde e incluso utilizas sus faltas para resaltar tu “bondad”. ¿Eres tú mejor que él?, ¿estás libre de pecado?, ¿tienes la conciencia tranquila para poder tirarle piedras? Y si tú eres tan buena persona, ¿porqué no ayudas a tu hermano a serlo también en vez de lanzarle piedras? Ver los pecados del prójimo, criticarlos y murmurar contra ellos es una manera infame de eludir la propia conversión y pretender estar por encima del bien y el mal.
Dios, que quiere darnos una nueva oportunidad, desea la recuperación de la persona caída y no su condena. Ojalá, cada vez que acudimos al sacramento de la reconciliación, escuchemos las palabras del Maestro que nos infunden confianza. ¿Creías estar en un callejón sin salida?, ¿te imaginabas que tu caso no tenía solución?, ¿habías perdido la esperanza? Escucha a tu Salvador: «Tampoco yo te condeno». Los demás no te han condenado porque no podían, no eran en modo alguno mejores que tú. Yo sí puedo condenarte, pero no lo hago, porque te amo y quiero que vivas; por eso, «en adelante no peques más»; tienes una nueva oportunidad, no la rechaces ni la desaproveches; no ofendas más al Señor ni defraudes la confianza que Él ha puesto en ti, porque te ama. Abandonemos el camino del mal y sigamos la ruta que conduce al Reino de la vida. Ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones.