En mi primer libro, Teófilo, escribí de todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el comienzo hasta el día en que fue llevado al cielo, después de haber dado instrucciones a los apóstoles que había escogido, movido por el Espíritu Santo. Se les presentó él mismo después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios. Una vez que comían juntos, les ordenó que no se alejaran de Jerusalén, sino: «aguardad que se cumpla la promesa del Padre, de la que me habéis oído hablar, porque Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de no muchos días». Los que se habían reunido, le preguntaron, diciendo: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?». Les dijo: «No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su propia autoridad; en cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y “hasta el confín de la tierra”». Dicho esto, a la vista de ellos, fue elevado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Cuando miraban fijos al cielo, mientras él se iba marchando, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo».
Pueblos todos, batid palmas,
aclamad a Dios con gritos de júbilo;
porque el Señor altísimo es terrible,
emperador de toda la tierra.
R. Dios asciende entre aclamaciones;
el Señor, al
son de trompetas.
Dios asciende entre aclamaciones;
el Señor, al son de trompetas:
tocad para dios, tocad;
tocad para nuestro Rey, tocad. R.
Porque Dios es el rey del mundo:
tocad con maestría.
Dios reina sobre las naciones,
Dios se sienta en su trono sagrado. R.
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios (1, 17-23)
Hermanos: El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál es la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder a favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, poder, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no solo en este mundo, sino en el futuro. Y «todo lo puso bajo sus pies», y lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que llena todo en todos.
O bien
Lectura de la carta a los Hebreos (9, 24-28; 10, 19-23)
Cristo entró no en un santuario construido por hombres, imagen del auténtico, sino en el mismo cielo, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros. Tampoco se ofrece a sí mismo muchas veces como el sumo sacerdote, que entraba en el santuario todos los años y ofrecía sangre ajena. Si hubiese sido así, tendría que haber padecido muchas veces, desde la fundación del mundo. De hecho, él se ha manifestado una sola vez, al final de los tiempos, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo. Por cuanto el destino de los hombres es morir una sola vez; y después de la muerte, el juicio. De la misma manera, Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos. La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al pecado, para salvar a los que lo esperan. Así pues, hermanos, teniendo libertad para entrar en el santuario, en virtud de la sangre de Jesús, contando con el camino nuevo y vivo que él ha inaugurado para nosotros a través de la cortina, o sea, de su carne, y teniendo un gran sacerdote al frente de la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero y llenos de fe, con el corazón purificado de mala conciencia y con el cuerpo lavado en agua pura. Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto». Y los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.
En el lenguaje corriente, la palabra “ascensión” evoca el hecho de subir, especialmente subir de categoría: «Al señor Fulano lo han ascendido a director de la empresa; este individuo está subiendo como la espuma», son frases que oímos con frecuencia. En la fiesta de hoy celebramos con gozo que Jesús ha subido de categoría: No es aquel hombre que muchos vieron fracasar y morir en una cruz, sino el Mesías que vive para siempre, reconocido por Dios Padre, que le ha otorgado el poder y la soberanía sobre el mundo. San Lucas, en el libro de los Hechos de los Apóstoles y en el Evangelio, nos explica con la imagen de la Ascensión del Señor a los Cielos cómo los discípulos dejaron de tener un contacto material y palpable con Cristo resucitado. Jesús ascendió a los Cielos porque su misión terrenal había concluido; pero su partida no es el punto y final de una hermosa historia, sino el inicio de una nueva época en la que Jesús estará presente de otra manera. Él está en el cielo, pero nunca ha dejado de estar en medio de su Iglesia.
Jesús está en la Gloria, sentado a la derecha del Padre, pero también está entre nosotros por el Espíritu Santo. Antes de morir, Jesús prometió a los discípulos que no los dejaría solos y que les enviaría la fuerza divina: el Espíritu Santo que da testimonio de la verdad y hace recordar y vivir con profundidad las enseñanzas del Maestro. Después de la resurrección, Jesús vuelve a insistir sobre lo mismo: «quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto». Jesucristo no se ha ido abandonándonos a nuestro destino, sino que Él, que vive para siempre, continua viviendo entre nosotros. El Espíritu Santo, que recibimos en el Bautismo y de manera más intensa en la Confirmación, es la presencia de Cristo en nosotros, que fecunda nuestra vida y hace que la Iglesia, que tiene la misión de continuar la obra de Jesucristo en el mundo, avance.
Jesús dijo a los discípulos: «Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo». Y ellos, llenos de la fuerza del Espíritu, tenían una Buena Noticia que comunicar. Los años y los siglos han pasado y la Buena Noticia ha llegado hasta nuestros días gracias a la ilusión y la valentía de tantos testigos que nos han precedido. ¿Dejaremos nosotros de explicar a los hombres y mujeres actuales las maravillas que Dios obra en el mundo?, ¿dejaremos de anunciar que Dios nos ama y nos ha salvado por Jesucristo?, ¿dejaremos de trabajar, cada uno en su puesto, por un mundo mejor, que sea cada día más parecido a como Dios lo quiere? No, no podemos dejar de hacerlo, ya que somos la Iglesia de Jesucristo y nuestra misión es hacerlo presente entre los hombres; no nos podemos quedar mirando al cielo y añorando tiempos pasados pensando que entonces todo era mejor y más fácil.
Mientras trabajamos por mejorar el futuro, sabemos que el mundo nuevo es un don de Dios y que Cristo, que ha subido al Padre, volverá glorioso para poner fin a la historia de la humanidad y manifestar en toda su plenitud la eclosión del Reino de Dios. Vivamos con esta ilusión y esta esperanza, tal como lo hacían los miembros de las primeras comunidades cristianas. Entonces participaremos todos en la gloria prometida por Jesús. La fuerza de Dios que obra en nosotros, nos salva, nos transforma y nos impulsa en nuestro trabajo, es la misma que ha resucitado a Cristo de entre los muertos, es el Espíritu Santo que actúa. Por eso creemos que si Jesucristo ha compartido nuestra condición humana, nosotros, que somos sus miembros, compartiremos con Él la gloria a la que ha sido exaltado. Mientras vivimos en el mundo tenemos ya una muestra de la gloria celestial, alegrémonos y pidamos a Dios poder llegar a la plenitud de la vida eterna que ya hemos empezado a conocer y a gozar aquí en la tierra.