Bautismo del Señor

Lectura de libro de Isaías [ 40,1-5.9-11]

 

“Consolad, consolad a mi pueblo,  - dice vuestro Dios-; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados.” Una voz grita: “En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos los hombres juntos – ha hablado la boca del Señor-.” Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén; álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: “Aquí está vuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder, y su brazo manda. Mirad, viene con él su salario, y su recompensa lo precede. Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres.” 

 

 

Salmo responsorial [Sal 103, 1-2ª. 2b-4. 24-25. 27-28. 29-30 (R.:1).

 

Bendice, alma mía, al Señor:
¡Dios mío, qué grande eres!
Te vistes de belleza y majestad,
la luz te envuelve como un manto.

R. Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres!

Extiendes los cielos como una tienda,
construyes tu morada sobre las aguas;
las  nubes te sirven de carroza,
avanzas en las alas del viento;
los vientos te sirven de mensajeros,
el fuego llameante, de ministro. R.

Cuántas son tus obras, Señor,
y todas las hiciste con sabiduría;
la tierra está llena de tus criaturas.
Ahí está el mar: ancho y dilatado,
en él bullen, sin número,
animales pequeños y grandes. R.


Todos ellos aguardan
a que les eches comida a su tiempo:
Se las echas, y la atrapan;
abres tu mano, y se sacian de bienes. R.


Escondes tu rostro, y se espantan;
les retiras el aliento, y expiran
y vuelven a ser polvo;
Envías tu aliento, y los creas,
y repueblas la faz de la tierra. R

 

 

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a Tito [2, 11-14; 3, 4-7]

 

Querido hermano: Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres, enseñándonos a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo. Él se entregó por nosotros para rescatarnos de toda maldad y para prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras. Mas, cuando ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre, no por las obras de justicia que hayamos hecho nosotros, sino que según su propia misericordia nos ha salvado, con el baño del segundo nacimiento y con la renovación por el Espíritu Santo; Dios lo derramó copiosamente sobre nosotros por medio de Jesucristo, nuestro Salvador. Así, justificados por su gracia, somos, en esperanza, herederos de la vida eterna. 

 

 

Lectura del santo evangelio según san Lucas [3, 15-16. 21-22]

 

En aquel tiempo, el pueblo estaba en expectación, y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías; él tomó la palabra y dijo a todos: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.” En un bautismo general, Jesús también se bautizó. Y, mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma, y vino una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto.”

 

Después del Bautismo de Jesús, el cielo se abrió

 

A los primeros cristianos les causaba una cierta dificultad el hecho de que Jesús se hiciera bautizar por Juan; por eso algunos escritores y predicadores han dado una interpretación moralizante y legalista del bautismo de Jesús, el cual aparecería como un gran ejemplo de humildad y de sumisión a los ritos instituidos por las autoridades religiosas. Bien cierto, es una consecuencia moral que, efectivamente, se desprende del ejemplo de Jesús, y este aspecto debemos tenerlo en cuenta; sin embargo, a la luz de las fiestas del ciclo de Navidad y Epifanía que estamos celebrando, el bautismo de Jesús se nos presenta primordialmente como una manifestación o revelación de la gloria del Verbo hecho hombre. Antes que un ejemplo moral o una catequesis, el bautismo de Jesús es un misterio de salvación, una fiesta que debemos celebrar con gozo exultante.

Dice san Lucas que cuando todo el pueblo se hacía bautizar por Juan, también Jesús acudió para ser bautizado: el justo se mezcla con los pecadores y se sumerge con ellos en las aguas del Jordán. ¿No es acaso lo que ya había hecho por el propio misterio de su Encarnación: mezclarse con los hombres y entrar en la corriente de su historia? El Hijo de Dios había venido a hacerse solidario de los hombres en todo, no en el pecado, pero sí en las consecuencias del pecado, incluso en la que es la más trágica de todas: la muerte. Con el mismo impulso de amor a los hombres con que por la Encarnación había entrado en nuestra historia, baja ahora al Jordán, confundido con aquella multitud que se confiesa pecadora. Sube después del agua y con Él son elevados todos los penitentes del Jordán, y con ellos todos los hombres de buena voluntad que a lo largo de los siglos buscan a Dios en la oscuridad. Jesús ora para todos ellos, y estando en oración se abre el cielo y su plegaria es escuchada. La voz del Padre y una manifestación sensible del Espíritu dan testimonio de que Jesús de Nazaret es el Hijo amado, el gran profeta prometido a Israel, el Mesías, o sea, el ungido por el Espíritu de Dios, y no de una manera ocasional o en parte, como lo eran los reyes y los sacerdotes, sino plenamente y para siempre. El Hijo de Dios que, por amor a la humanidad, se ha hecho el siervo que se compadecerá de la caña cascada y del pábilo vacilante, que traerá luz a las naciones y libertad a los cautivos. Este mismo Espíritu, que ya poseía desde el principio y que ahora se manifiesta, Jesús lo comunicará después de su muerte y resurrección a todos los que, por la fe y el bautismo, bajen con Él al Jordán y sean elevados con Él a una vida de santidad y de gracia. Incorporados a Cristo, podremos sentir como dirigida personalmente a cada uno de nosotros la voz del Padre: «Tu eres mi Hijo, el amado, el predilecto».

Pero el bautismo de agua sólo podrá convertirse en bautismo en el Espíritu por medio del bautismo en la sangre. A él se refería Jesús cuando anunciaba su Pasión a los discípulos: «Tengo que pasar por un bautismo, ¡y que angustia hasta que se cumpla!» O cuando el jueves santo anticipaba sacramentalmente la Pascua: «He deseado enormemente comer esta cena pascual con vosotros antes de padecer». También nuestro bautismo es Pascua, puesto que nos ha sumergido en la muerte de Cristo y nos hace desear ardientemente la Pascua del Señor en su memorial eucarístico; y, más aún, porque nos empuja poderosamente hacia otra Pascua, la de la vida concreta, en la que debemos pasar continuamente de muerte a vida, de las tinieblas a la luz, del egoísmo al amor, del pecado a la gracia. Por eso los bautizados sentimos, no ya la obligación, sino la necesidad de reunirnos el domingo, día memorial de la Pascua del Señor, para celebrar la Eucaristía. Cada domingo, al proclamar nuestra fe, decimos que creemos en un solo bautismo. Hay muchos bautizos, pero un solo bautismo: el de Jesucristo. Creemos que al bajar a las aguas del Jordán y al derramar por nosotros su sangre alcanzaba a las fuentes bautismales de todas las iglesias. Jesucristo no se hizo bautizar para purificarse Él solo –que de hecho no lo necesitaba–, sino para santificar el agua de nuestro bautismo; no comunicándole un poder mágico, sino haciendo de ella un signo sensible de la paternidad de Dios y de la conversión transformadora de los hombres que con fe se acercarán a Cristo y se sumergirán en esta agua.

FACEBOOK

TWITTER



Free counters!